III DOMINGO ADVIENTO A
"Dichoso aquel que no se escandalice de mi"
Seguimos, en el tercer domingo de Adviento, acompañados por Juan el Bautista, al
que ahora vemos encarcelado por orden de Herodes en las mazmorras de un viejo
castillo engastado en un promontorio rocoso del desierto de Moab.
Probablemente Juan, como muchos de los que escuchaban a Jesús, participaba de
algunas de las corrientes mesiánicas de su tiempo: Tenían metida en la cabeza la
idea de un Mesías glorioso, que traería la liberación de la opresión de su pueblo ya,
aquí y ahora. Soñaban con un Mesías justiciero, que libraría a Israel de sus
enemigos, que vendría empuñando el hacha para cortar todo árbol improductivo,
que traería el bieldo en la mano para separar el trigo y aventar la paja.
Parece que las noticias que le llegan a Juan sobre Jesús y su manera de actuar le
desconciertan, o desconciertan al menos a sus discípulos. ¿No se habrá
equivocado? Porque resulta que el Mesías a cuyo anuncio él se había entregado en
cuerpo y alma no se impone por la fuerza, no arrasa con poder, no cuenta con otra
fuerza que la de su amor, vive rodeado de gente pobre y sencilla. A la oscuridad de
la mazmorra se suma otra oscuridad en el alma del Bautista.
Sabe Juan que lo más probable es que no salgo vivo de aquella cárcel. Frente a la
propia muerte es normal que una persona se pregunte qué sentido ha tenido su
vida. Las situaciones extremas suscitan siempre preguntas radicales, que Juan,
hombre de coherencias, no elude. Por eso, envía a sus discípulos a Jesús con la
pregunta que lacera su alma. “ ¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a
otro?”. La confianza en Dios no está exenta de momentos de crisis.
Es una buena pregunta para el creyente y para el no creyente, para el hombre del
siglo XXI, para todo hombre que, por muy grande y autosuficiente que se crea, si
se toma en serio, no debe eludir. Dios nos desconcierta siempre que esperamos
que responda a la imagen que nos formamos de él: ¿Por qué no libra a los que
están encarcelados por su causa? ¿Por qué la palabra profética es silenciada por
alguien tan estúpido como Herodes? ¿Por qué Dios calla cuando tantos le acusan?
¿Por qué tanto mal, tanto sufrimiento y tanta muerte en su creación?
Jesús les respondió: ´Id a decir a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos
ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos
resucitan y a los pobres se les anuncia la Buena Nueva”. Jesús no responde
directamente a la cuestión. No dice que “Él es el que tenía que venir ”. Provoca a
que sea Juan mismo quien encuentre la respuesta. Remite a la Sagrada Escritura, a
unos pasajes de Isaías, que indican qué mesianismo es el suyo: Un mesianismo que
no se manifiesta en gestos triunfalistas y justicieros, sino por la cercanía y
compasión hacia los desfavorecidos y los que sufren: ciegos, cojos, sordos,
leprosos... El sentido profundo de su acción se descubre sobre todo en los dos
últimos enunciados: los muertos resucitan y los pobres son evangelizados. El
verdadero signo de que el Reino de Dios está ahí, de que ha comenzado, es que la
fuerza del Dios que es amor ha irrumpido en el mundo. La respuesta de Jesús a
Juan Bautista se convierte para cada cristiano y para la Iglesia en una inquietante
pregunta: ¿Seguimos ofreciendo los signos de Jesús?
Al marcharse los discípulos de Juan, Jesús hizo de éste el mayor elogio que la
Sagrada Escritura ha hecho de nadie. Pero, paradójicamente, Juan, al que veíamos
el domingo pasado a la orilla del Jordán, invitando a la gente a convertirse, es
invitado él mismo a dar un paso más hondo en su fe, a creer en Dios incluso en su
cautividad, a aceptar no su liberación por un Dios omnipotente, sino la propia
muerte, convirtiéndose así en el anunciador también de la muerte de Jesús.
Es una buena lección también para nosotros, que en la próxima Navidad seremos
provocados a reconocer a nuestro Salvador en alguien tan inerme y tan débil como
un recién nacido, acostado en un pesebre. Pero esto, ¿no es algo absurdo,
insensato, escandaloso? ¡Claro que lo es! ¿Quién puede imaginar un Dios, un
Salvador así? Las palabras que cierran este episodio de la vida de Jesús también
son desconcertantes: "Dichoso aquel que no se escandalice de mi".
+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos