DOMINGO IV DE ADVIENTO (C)
Homilía del P. Josep Enric Parellada, monje de Montserrat
22 de diciembre de 2013
Mt 1,18-24.
Queridos hermanos y hermanas,
Estamos cerca de la Navidad y en este último domingo de Adviento las lecturas que la
liturgia nos propone evocan una notable sorpresa ante la forma como Dios actúa. La
gran lección de la Navidad es que Dios responde muy en serio, muy profundamente a
las esperanzas, expectativas y anhelos humanos. Pero su manera de hacerlo, el
camino que escoge, siempre nos sorprende.
El fragmento evangélico que acaba de ser proclamado nos explica el nacimiento del
Mesías. Se trata de un relato breve, que no se pierde en detalles innecesarios y su
objetivo es narrarnos la intervención definitiva de Dios en la historia de la humanidad
en la persona de Jesús, es decir, Dios se ha hecho uno de nosotros. Una vez más su
intervención huye de lo que es "normal" para nosotros. María, su madre, que tenía una
promesa de matrimonio con José, un descendiente de la familia real de David, lo había
concebido por obra del Espíritu Santo.
José y María, por razón de la promesa de matrimonio, eran ante sus contemporáneos
y ante Dios marido y mujer, por lo que no es difícil imaginar la sorpresa y el estado de
ánimo de aquel joven que esperaba con ilusión el momento de compartir con su
esposa un hogar y una familia. Ante esta situación incomprensible para él, José, que
era un hombre bueno, pensaba cómo podía resolver la situación sin que tuviera
ninguna consecuencia desfavorable para aquella que él amaba de todo corazón.
Una vez tomada la decisión de separarse de María, Dios se revela a José en el
silencio de la noche para revelarle el significado de lo que ha sucedido. En el sueño, el
ángel se dirige a José de forma solemne y lo llama hijo de David. Salvo este caso, sólo
a Jesús se le atribuye este tratamiento. ¿Por qué el ángel le llama hijo de David?
Porque todo lo que le debe comunicar sólo puede oírlo como hijo del rey David, ya que
esta será la clave que le aclarará el sentido de todos los hechos y de todas las
palabras que vendrán. Contrariamente a lo que se podría pensar, el Mesías
descendiente David no aparecerá en medio de las instituciones de Jerusalén, sino que
surgirá del renuevo más débil del gran rey, porque la fuerza de la salvación no se
encuentra en los grandes palacios sino en el amor sencillo y pleno que se puede vivir
en la casa de un carpintero.
El mensajero de Dios habla claramente: María, su esposa ha concebido un hijo por
obra del Espíritu Santo y es necesario que José la tome en su casa y cuando nazca el
niño le tiene que poner el nombre de Jesús. La imposición del nombre era un derecho
del padre que indicaba claramente el reconocimiento de su paternidad sobre el niño
recién nacido.
En la Biblia, cuando se nos habla de sueños y de ángeles que llevan mensajes, suelen
querer hablarnos de descubrimientos profundos, de encuentro interior con Dios que
muestra su camino, lo que espera de cada uno. José, en la oscuridad, en la
perplejidad y la tristeza de aquella situación que nunca hubiera imaginado, entiende la
llamada que Dios le hace. Por eso, una vez despierto, cumpliendo lo que el ángel del
Señor le había mandado, tomó a María en su casa con todo el misterio de su
maternidad, la toma junto con el hijo que llegará al mundo demostrando así su
disponibilidad a lo que Dios le pedía.
La propuesta que Dios le hace cambia radicalmente su vida como hombre y como
creyente. De ahora en adelante su existencia ya no será como él la había podido
presentir. Su vida será como Dios la quería. La vida entera de José, el justo, quedó
desestabilizada a partir de este momento porque, al igual que Moisés ante la zarza
ardiente, ha sido invitado a acercarse al misterio de Dios hecho hombre.
Hermanos, como decíamos al inicio, estamos a punto de terminar el tiempo de
Adviento, pero aún hoy, Dios nos ha dirigido a cada uno de nosotros su anuncio, a
cada uno nos envía su ángel, bajo signos y mediaciones bien diversas e inesperadas.
También a nosotros, hoy, nos dice que con la fuerza del Espíritu Santo son posibles
aquellas cosas que tenemos por imposibles. Por ello, nos podríamos preguntar: ¿sé
crear en mi interior y en el ambiente donde vivo el clima adecuado para que Dios se
pueda hacer presente? ¿Confío lo suficiente en el Señor? ¿Dónde pongo mi
confianza?
La rutina y la misma experiencia de lo que nos cuesta amar a los demás, de perdonar,
de recomenzar una relación débil, de dialogar, de ser magnánimos, de trabajar por la
paz, de movernos por los que lo necesitan, ... nos pueden hacer desconfiar de
nosotros mismos y de la posibilidad de cambio. Las palabras claves, sin embargo,
para no caer en la desconfianza son: "No temas”. La Eucaristía es el memorial de la
confianza de Dios en nosotros.