SOLEMNIDAD DE SANTA MARÍA, MADRE DE DIOS
Homilía del P. Manel Nin, monje de Montserrat
1 de enero de 2014
Núm 6, 22-27; Sal 66; Gal 4, 4-7; Lc 2, 16-21
Bendito sea nuestro Dios, ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén.
“Admirando la gran maravilla de esta fiesta, me siento profundamente dividido: por un
lado me siento llevado a un total silencio, por otra parte me siento movido a hablaros
más y más. ¿Quién, sintiendo que celebramos el día del nacimiento de Aquel que es
increado... no siente vértigo y honoraria con el silencio lo que no acaba de entender?
Quién, sin embargo, viendo el porqué de la venida entre nosotros del Verbo de Dios
que está por encima de todo, y que ha querido hacerse pequeño para nosotros ... no
ensalzaría su espíritu en un canto de alabanza a causa del gran amor de Dios hacia
los hombres... ".
Queridos hermanos, este texto que acabo de leer es el inicio de una homilía
pronunciada exactamente hace mil quinientos años, el día de Navidad del 513, en
Antioquia por el obispo san Severo, que fue pastor aquella Iglesia del 512 al 518,
aquella ciudad donde los cristianos fueron llamados tales por primera vez. Y he
querido iniciar con este texto porque seguro que recoge el sentimiento de cada uno de
nosotros en la celebración del nacimiento en la carne del Verbo eterno de Dios, y hoy
que celebramos la octava. El deseo -y la tensión si desea- entre el silencio y el hablar;
entre el permanecer en aquel silencio tranquilo que envolvía el universo en la noche
en que el Verbo de Dios encarnado nace como hombre, y el hablar, el cantar,
anunciar, el celebrar que el cielo ha derramado desde arriba y que las nubes han
hecho llover el Justo... y que la tierra ha hecho florecer el Salvador ...
Celebramos el misterio de nuestra fe, que comienza con una palabra muy breve que
anuncia otra Palabra: Salve, llena de gracia, el Señor está contigo ...; misterio que llega
a su plenitud con otra palabra, también breve: Hágase en mi... Fiat ... Pero no un
hágase... fiat ... impersonal y vago, vacío..., sino un hágase en mí . La respuesta de
María a la Palabra del ángel tiene todo su cumplimiento en el fiat ciertamente, pero
sobre todo en aquel en mí . Aquella Palabra todopoderosa que desciende del cielo, se
encarna, y se hace uno de nosotros en el seno de María, y por el bautismo en el seno
de cada uno de nosotros que también hacemos nuestro este en mí .
Este es el centro de nuestra fe, hermanos, el Verbo de Dios encarnado, tal como lo
profesamos en el Credo: por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y
se hizo hombre ... Aquel que es Dios de Dios y luz de luz , citando todavía el credo, hoy
se nos manifiesta como un tierno niño, se manifiesta a unos pastores, a una gente
sencilla y pobre, pero gente que supieran escuchar, que supieron maravillarse, y por
ello se hace suyo, y de aquellos pastores en cuanto apóstoles, anunciadores de la
Buena Nueva. A menudo los Padres, sobre todo en Oriente, han visto en los pastores
del evangelio, una imagen de los monjes: ciertamente por su pobreza, pero sobre todo
por el hecho de que velaban –sobre el rebaño ciertamente-, un velar que significa
estar despiertos, atentos, con los ojos abiertos, capaces de ver, escuchar, de
maravillarse.
Hoy Aquel que cantamos cómo el Dios Santo, Fuerte e Inmortal lo vemos nacido y
hoy, en la octava de este nacimiento, es circuncidado en su carne. Circuncidado no
tanto como cumplimiento de una ley, sino para manifestar todavía una vez más su
verdadera encarnación. Y sin olvidar que este Dios Santo, Fuerte e Inmortal , que hoy
cantamos nacido de la Virgen y circuncidado , un día le cantaremos también crucificado
por nosotros.
Hermanos la fiesta de la Navidad nos vuelve a poner en el centro de nuestra fe: la
Encarnación del Verbo de Dios. Y esta será la realidad cotidiana de nuestra vida de fe:
Dios hecho niño pequeño, puesto a los pies de María y de la humanidad; Dios que se
nos hace presente en la pequeñez de las cosas y de las personas que nuestro mundo
se nos pone delante. Emmanuel, encarnación que continúa haciéndose presente a
través del escuchar y acoger su Palabra, como María que escuchaba, acogía, hacía
suya la Palabra. Y recuerda que María es siempre modelo, tipo de la Iglesia y de cada
uno de nosotros llamados a anunciar y sobre todo a acoger la Palabra de Dios.
Emmanuel, encarnación que se hace presente también en la concreción de la vida de
nuestra comunidad, de la Iglesia, en los sacramentos por medio del agua, del aceite y
del pan y del vino santificados, vivificados y vivificantes para el Espíritu Santo, en el
sacramento del hermano, cercano o lejano que anhela también su salvación, del
hermano pobre, enfermo, necesitado... y también del hermano que aunque no sea
pobre, débil o necesitado, también es amado y salvado por Cristo.
Hermanos, al principio citaba las palabras del obispo Severo de Antioquía, ciudad
históricamente de Siria, hoy en Turquía. En este día en que como Iglesia rogamos de
una manera especial por la paz en nuestro mundo, querría tener presente el pueblo
sirio y al resto de pueblos del próximo Oriente. Pueblos cristianos desde hace dos mil
años; pueblos cristianos siempre acogedores con aquellos pueblos que han hecho de
aquellas tierras camino de tránsito; pacientes y tolerantes con aquellos otros pueblos
que a los largo de la historia han hecho lugar de conquista, lugar de invasión. Pueblos
cristianos hoy víctimas de la intolerancia y de la violencia ciega e interesada que los
hace hoy, como a lo largo de los siglos, tierra de sufrimiento y de martirio. Siria y los
otros países del próximo Oriente; Nigeria y tantos otros países africanos; India y tantos
otros lugares del Asia...; en todo el mundo, lugares donde los cristianos se ven
perseguidos hasta derramar la sangre por Aquel Dios Santo, Fuerte e Inmortal,
encarnado, nacido y crucificado por nosotros. Amén.