III Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Con la luz del evangelio acreciste la alegría
Tras el bautismo y las tentaciones de Jesús el evangelio de Mt comienza la actividad
de Jesús en el clima amenazante de la detención de Juan el Bautista (Mt y Mc), con
cuyo testimonio se vislumbra el resultado trágico de la misión de Jesús, pues
también en eso Juan fue precursor. Nos dice el evangelio que Juan fue “entregado”
(verbo típico de los anuncios de la pasión y de la pasión misma).
La actividad de Jesús se encuentra resumida en el texto de este domingo, como
anticipando todo lo que se a narrar más adelante. Jesús comienza su actividad
pública y empieza a predicar el Evangelio del Reino: “Convertíos, pues se ha
acercado el Reino de los cielos” (Mt 4,12-17). En Galilea Jesús anuncia la
conversión y la llegada inminente del Reino de Dios. Es éste un anuncio primordial
del Evangelio y debemos entenderlo como una llamada apremiante al cambio de
mentalidad y de forma de vida en consonancia con el Reino que en la persona de
Jesucristo definitivamente se ha acercado.
Jesús se traslada a Galilea, a Cafarnaúm de la Ribera, en la parte de Zabulón,
Galilea de los paganos. De este modo se prepara la cita de Isaías 9,1, vinculando la
actividad de Jesús a la historia de Israel, pretensión fundamental del evangelista
Mateo, “para que se cumpla la Escritura”, como muchas veces aparece en este
Evangelio. La cita de Is 8,23-9,1 fundamenta teológicamente la actividad de Jesús
en Galilea y le da un carácter universal a su misión. La Galilea de los gentiles es un
lugar cosmopolita y abierto, que prefigura lo que ha de ser la misión universal de la
Iglesia hacia todas las gentes al final del Evangelio (cf. Mt 28,16-20).
Mateo da una importancia singular a Galilea como lugar de esta predicación de
Jesús. Al recurrir a este texto del profeta Isaías, evoca una situación de desolación
de aquella región Galilea, cuando en el siglo VIII a C., Tiglat-Pileser, rey de Asiria,
invadió Samaria y Galilea, apoderándose de ellas y de las regiones limítrofes (2Re
15,29). Era el primer exilio. La región fue sometida al poder político y militar y a la
invasión de los paganos. Isaías anuncia en ese contexto una gran profecía
mesiánica (Is 8,23-9,6) cuyo culmen es el nacimiento de un niño que instaurará un
reino de justicia y de paz. En tiempo de desolación este poema de Isaías expresa la
alegría por el Reino mesiánico y constituye uno de los cantos que han sostenido la
alegría y la esperanza del pueblo de Israel en toda su historia, a través del
larguísimo exilio vivido por un pueblo cuya identidad social forzada ha sido
predominantemente el destierro y la persecución, y cuya identidad espiritual
dinámica ha sido la Palabra y la esperanza del Mesías.
La lectura litúrgica del domingo recorta el poema, probablemente porque ya lo
escuchábamos íntegro en Nochebuena (Is 8,23-9,7). La gloria, la luz y la alegría
tienen su razón de ser en varios motivos: el fin de la opresión, el fin de la guerra y
el nacimiento de un ni￱o: “Porque la vara del opresor, el yugo de su carga, el
bastón de su hombro, los quebrantaste como el día de Madián, porque la bota que
pisa con estrépito y la túnica empapada en sangre, serán combustible, pasto del
fuego”. Y hoy, desde la actualizaci￳n realizada por el evangelista Mateo podríamos
a￱adir, “porque se ha acercado el Reino de Dios”. El día de Madián es el día en que
Gedeón con trescientos hombres venció a Madián y todo su campamento. Guiado
por Dios, Gedeón consiguió la victoria con otras armas: cada soldado llevaba una
trompeta, un cántaro para romper y una antorcha en cada cántaro. Al romperlas
todos a una, tocando la trompeta y empuñando sus antorchas de luz en medio de la
noche, el campamento madianita se alborotó hasta acuchillarse unos a otros. La
victoria que se anuncia con la llegada del Reino de Dios tiene también sus armas
específicas, la trompeta de la palabra, que se proclama y que se enseña, y la luz
del Evangelio que Pablo centra en el anuncio del crucificado como potencia de Dios.
A partir de ahí cualquier situación crítica de sufrimiento y desolación, de
marginación y de opresión en la que los derechos más elementales del ser humano
sean conculcados permite evocar la situación de destierro, desprecio o aniquilación
que ha sufrido el pueblo de Israel. En medio de la gran crisis por la que el mundo
actual está pasando resuena con fuerza el anuncio del Evangelio que llama al
cambio de vida y de mentalidad porque el Reino de Dios se hace presente en el
crucificado.
El texto de Mateo cita principalmente el poema mencionado de Isaías, pero
introduce algunos elementos que pertenecen a otras citas del AT. Es lo que
denominamos el género midrásico, el cual combina diversos textos del AT y permite
destacar aspectos que se cumplen en el NT. Mediante la incorporación de las
alusiones al Sal 107,10 (LXX: 106,10) e Is 58,10, el evangelista enfatiza que el
pueblo “estaba sumido en la oscuridad” y sus habitantes “inmersos en zona y
sombra de muerte” y precisamente para ellos “surgi￳” una luz. La oscuridad y la
sombra de muerte se refieren a la situación de los hambrientos y de los
desamparados, de los oprimidos y de los cautivos. En ese contexto social de la
Galilea que es nuestro mundo también hoy, sumido en hambre, guerra, opresión,
violencia, corrupción, desigualdad e injusticia es donde surge la gran luz que Jesús
anuncia con la predicación del Evangelio del Reino.
El Reino de los cielos se realiza de manera dinámica en este mundo: se hace en
presente en Jesucristo, y se sigue haciendo presente a través de sus discípulos (Mt
10,7). El Evangelio dice que “El Reino se ha acercado”. El Evangelio no explica en
qué consiste el Reino pero de toda la enseñanza de Jesús podemos percibir que se
trata de una decisiva cercanía de Dios y de su amor a todos los seres humanos, es
una realidad imparable e inminente. Por eso suscita la alegría más profunda e
inquebrantable en toda persona que quiere acogerlo. El “Reino de los cielos” es una
expresi￳n empleada exclusivamente por San Mateo en la cual “los cielos” no se
contraponen a la tierra ni designan sólo un reino del más allá, sino que equivale a
“Reino de Dios” y tiene un sentido dinámico y personal. Dios va a reinar ya en esta
tierra, llevando a cabo el ideal mesiánico del rey justo del Antiguo Testamento (Sal
72). El Reinado de Dios, del amor, de la justicia y de la paz, está definitivamente
cerca del ser humano en aquél que defiende a los humildes, que socorre y libera a
los pobres y quebranta al explotador. Éste es el Reino cuya cercanía anuncia Jesús
y por cuya causa vivió y fue crucificado. Ese Reinado de Dios en el mundo se
verifica especialmente a través del seguimiento de los discípulos.
El apremio de la cercanía del Reinado de Dios requiere la conversión. En la vida
cristiana la conversión es un proceso personal de discernimiento y transformación
espiritual que, desde la fuerza que emana del evangelio de Jesús crucificado (1 Cor
1,10-13.17), permite revisar nuestra conducta habitual, nuestras actitudes
fundamentales y nuestra mentalidad, para cambiar de rumbo nuestra vida ante la
llegada inminente del Reino. La conversión consiste en transformar nuestra
mentalidad para entrar en el dinamismo espiritual que lleva al seguimiento de Jesús
en su camino hasta la cruz y, por ella y con él, hasta la vida nueva en el amor.
La estrecha vinculación de los discípulos con Jesús constituye desde las primeras
páginas del evangelio una realidad primordial para el anuncio de la cercanía
inminente del Reino de Dios y su presencia en esta tierra. A la proclamación inicial
de Jesús sigue el relato de la llamada a los primeros discípulos, en el cual se cuenta
que Jesús, junto al lago de Galilea, vio a dos parejas de hermanos, Pedro y Andrés,
Santiago y Juan, y los llamó para seguirle. La singularidad de esta llamada de
Jesús tiene aspectos muy significativos que marcaron la importancia del discipulado
inicial en su seguimiento radical de Jesús.
Es Jesús quien tiene la iniciativa de llamar a aquellos discípulos, lo cual revela su
enorme autoridad y la trascendencia de su misión, equiparable a la función de Dios
en los relatos de vocación del Antiguo Testamento. Jesús llama a los que él quiere,
pero se percibe en él un criterio de elección al escoger a personas capaces de
ayudarle en la misión de proclamar y hacer presente el reinado de Dios. Junto a la
prontitud en la respuesta, la vocación supone un cambio de vida radical. Lo dejaron
todo hasta la negación de sí mismos. La radicalidad del seguimiento de los primeros
discípulos, tal como se dibuja en todo el evangelio, apunta hacia un doble objetivo:
la íntima relación el Señor y la colaboración en la misión apremiante de trabajar por
el Reino de Dios y su justicia.
El hecho de que la vocación de los discípulos sea la primera acción de Jesús en
orden a mostrar la cercanía del Reinado de Dios significa que Jesús quiso contar
desde el principio y para siempre con un grupo personas especialmente llamadas
para compartir su mismo estilo de vida, marcado por una forma de vida alternativa
y por una gran libertad en el comportamiento contracultural frente a los valores e
instituciones del sistema dominante. Sólo así ese grupo de discípulos podría servir
al Reino de Dios por el que Jesús apasionadamente vivió y murió. De aquel círculo
más cercano a Jesús formaban parte, además de los Doce, Natanael, José y Matías
(Hch 1,21-22), y algunas mujeres, que siguieron y sirvieron a Jesús (Lc 8,1-2 y Mc
15,40-41). Su testimonio sigue arrastrando hoy a muchas personas entregadas
totalmente al servicio apasionado de Jesucristo y del Reino de Dios y su justicia
particularmente desde la vida misionera o religiosa. Esas personas están
convencidas de que con el Evangelio surge la luz y la alegría en medio de cualquier
sombra de muerte.
José Cervantes Gabarrón, Sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura.