Quien hace bien a su enemigo, tendrá a Dios por amigo
Domingo 7º. Ordinario A
Cuando Cristo se mete a reformador de las conciencias, lo hace con todas las de la
ley y no deja lugar a dudas sobre lo que él quiere conseguir de los hombres y para
los hombres. Por eso el presente domingo, nos presenta Cristo Jesús la más
grande de las exigencias, que a primera vista parece imposible: “amen a sus
enemigos, hagan el bien a los que los odian y rueguen por los que los persiguen y
calumnian, para que sean hijos de su Padre celestial, que hace salir su sol sobre los
buenos y los malos, y manda su lluvia sobre los justos y los injustos”.
Bien a bien, en esa petición de Cristo, que no es un consejito de abuelita, sino el
mandato del amor, nunca sería posible, si no fincamos primero la segunda parte del
mensaje de Cristo. Me refiero el hecho de sentirnos hijos de Dios, hijos de un solo
Padre. Y la verdad es que aquí tenemos que cargar toda la tinta, pues con la
Santísima Trinidad nos pasa que fallamos por un lado o por el otro. Se ha dicho
hasta el cansancio que el Espíritu Santo es el patito feo de la Sagrada Familia, pero
en las últimas décadas el Espíritu Santo está ocupando el lugar que siempre le ha
correspondido, la tercera persona de la Santísima Trinidad. Los últimos años los
grupos que han situado al Espíritu Santo en el corazón de la Iglesia se han
multiplicado y se siente entonces el aliento divino, el soplo suave del Espíritu del
Señor nuestro Dios en la Iglesia y en sus sacramentos.
Pero ocurre entonces que el Padre comienza a ser desdibujado entre los hombres,
por la situación que la misma familia humana está viviendo. La curva del divorcio
en el mundo se acentúa terriblemente, eso cuando ha existido el matrimonio, y los
hijos experimentan un vacío muy difícil de llenar, cuando el padre sale del escenario
de la familia. Los hijos quedan al cargo de la madre, y muchas veces, presa de la
injusticia, la madre se expresa mal del ex-marido y los hijos crecen con esa
angustia de un padre que se supone fue causante de la ruptura familiar. Y no
digamos de los hijos fruto de una unión furtiva y fortuita, nunca conocerán al
padre, y harán esfuerzos inusitados, por conocerle, aunque fuera por algunos
momentos, cruzar siquiera una mirada con el que les dio la vida humana. Si la
figura paterna no está bien fincada, si ha fracasado la relación padre-hijos,
entonces me temo que la figura del buen Padre Dios también estará desdibujada en
el corazón y en la fe de los hijos, amén de que al padre se le usa muchas veces
como una figura justiciera: “Nomás que venga tu padre y le diré todo lo que me has
hecho…” dice la madre, o definitivamente la misma figura del Padre queda
tambaleante: “No subas, no bajes, no te muevas… porque Dios te va a castigar”.
Tenemos necesidad urgente, entonces, de fijar en primer lugar, la figura del Buen
Padre Dios en el corazón de los hombres, para pretender amar a los hombres hijos
de un mismo Dios. Tenemos necesidad de fincar a un Dios que nos envía a su Hijo
para que nosotros tengamos vida, alegría y salvación, que ama a todos por igual,
que a nadie escatima el perdón y que se goza precisamente en la alegría de los
hombres sobre la tierra, en espera del momento en que pueda tenerlos a todos
consigo, en su Reino para gozar con ellos eternamente. En la medida, entonces en
que podamos fincar la auténtica relación de los hombres con el Buen Padre Dios,
estaremos entonces en condiciones de pedirles el amor a los de cerca y a los de
lejos, a los pobres y a los ricos, a los intelectuales y a los analfabetas, y también a
los amigos, pero también a los enemigos, a aquellos que no nos quieren bien, a los
que nos han dejado sin casa y sin trabajo, a los que han atentado contra nuestros
bienes o nuestras personas, a todos ellos tiene que extenderse nuestra oración,
nuestra súplica y nuestro perdón. ¡Vaya lío en el que nos mete Jesucristo! Pero en
caso de decidirnos, en caso de comenzar a amar a todos los hombres, nos
despertaremos en un mundo donde la maldad habrá desaparecido, donde todos nos
podremos descubrir como hermanos, y donde adelantaremos el momento de vivir
cercanos al corazón de nuestro buen Padre Dios, en la compañía de Cristo e
indudablemente también en la compañía del Espíritu Santo coautor de nuestra
salvación.
El Padre Alberto Ramírez Mozqueda espera sus comentarios en
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