DOMINGO VI DEL TIEMPO ORDINARIO (A)
Homilía del P. Bonifacio Tordera, monje de Montserrat
16 de febrero de 2014
Sir 15 0,15-20; I Cor 2,6-10; Mt 5,17-37
Tal vez alguien se haya preguntado alguna vez ¿por qué Dios no ha hecho al hombre
más perfecto, de modo que no se pudiera equivocar? Es un buen deseo, sin embargo,
que nos quitaría la capacidad de ser libres. Y no podemos concebir la vida humana
como la de los animales, siempre determinados a hacer lo mismo a lo largo de los
siglos, mientras que el hombre ha conseguido con su ingenio y libertad, una evolución
maravillosa, dominando la naturaleza. Mirando la diferencia entre el animal y el
hombre, la respuesta es claramente favorable a la condición libre del hombre. Ahora
bien, esta condición no significa la facultad de hacer cualquier cosa, ya que tiene unos
límites naturales -no somos peces, ni aves, ni fieras salvajes-; ni tampoco significa que
tenga unas facultades absolutas -necesitamos unas condiciones para vivir. Y por eso
ha recibido también de Dios unas normas de conducta. El relato del paraíso lo dice
bien claro: "Puedes comer de todos los árboles del jardín; pero del árbol del
conocimiento del bien y el mal no comas".
Y así lo afirmaba también el sabio del Antiguo Testamento: "ante ti están puestos
fuego y agua: echa mano a lo que quieras; delante del hombre están muerte y vida: le
darán lo que él escoja". Es necesario, pues, que el hombre sea fiel a su capacidad de
hacer el bien y evitar el mal. Y no se puede "acusar Dios de incitar a hacer el mal, ya
que Dios no tienta a nadie, sino que son la seducción de los impulsos y los
sentimientos del hombre los que le empujan a hacer el mal”. Esto es lo que dice el
Apóstol Santiago. “Dios siempre inspira el bien, porque en él no hay sombra de
maldad”. Dios es el Bien absoluto y por eso no puede hacer el mal.
Es más, tal como hoy lo hemos oído de San Pablo: Cristo nos ha revelado "una
sabiduría que no es de este mundo”. Cristo nos la enseñó de palabra y de obra. Nos
reveló la voluntad del Padre de hacernos a todos sus hijos, y de qué manera debemos
comportarnos de acuerdo con esta dignidad, ya que: "somos templos de Dios y este
templo es santo" y "sed santos como Dios es santo”.
Una muestra de esta voluntad del Padre la tenemos en la enseñanza del Evangelio de
hoy. Estos preceptos los comprenden aquellos que son de Dios y que se guían por su
sabiduría que es el amor, y el amor es la plenitud de la ley. De ahí que Jesús afirme
que no ha venido a abolir la Ley, sino a completarla. Si la Ley manda "no matar”,
Jesús exige más aún: ni siquiera ofender al hermano. "Si la has ofendido, debes
reconciliarte con él antes de ofrecer dones al altar”. La Ley manda "no cometas
adulterio"; Jesús, sin embargo, exige ni siquiera cometerlo de deseo, porque "El que
mira a una mujer casada deseándola, ya ha sido adúltero con ella en su interior". Si la
Ley "manda dar acta de divorcio a la mujer rechazada", Jesús dice que: el que se
divorcie de su mujer, excepto en caso de impureza, la induce al adulterio, y el que se
case con la divorciada comete adulterio". Este es, pues, el principio inviolable: la
indisolubilidad. Ahora bien, sabemos que acertar con la pareja puede ser una opción
fallida, ya que en la elección suelen primar las emociones y los impulsos juveniles más
que las decisiones reflexivas. Además, también pueden aparecer conductas
irreconciliables en la convivencia. De ahí que el Papa Francisco hable de encontrar
soluciones, no para disminuir la exigencia de la norma, sino por compasión con la
parte inocente.
Igualmente, en el juramento es necesario ir más allá de poner testigos superiores a la
palabra. Jesús dice que los cristianos debemos tener firmeza en nuestra veracidad del
sí o del no. Porque el resto viene del Maligno.
Yo creo que si acogemos estas recomendaciones desde el fondo del corazón, sin
prejuicios, las podemos comprender como justas y sensatas. Responden a nuestra
verdad, porque los hombres actuamos según la norma que tenemos grabada en el
fondo del corazón, ya que Dios nos ha creado a su imagen. Y si, además, somos
cristianos, con mayor razón, porque Cristo nos ha unido con él, y "como sois hijos,
Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama en nosotros: “¡Abba,
Padre!”. Sencillamente, por tanto, es como consecuencia de ser santos y llamados a
una vida santa que somos invitados a vivir como Jesús vivió, pasando por la tierra
haciendo el bien, actuando con misericordia y compadeciéndose de los pobres y
desamparados.