VII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
El amor a los enemigos
La llamada a la unidad realizada por Pablo en la comunidad cristiana de Corinto
tiene su razón más profunda en Jesucristo crucificado, el cual es la sabiduría de
Dios en medio del mundo, pues su amor hasta la entrega total de la vida revela lo
que de Dios todavía no conocía el ser humano y ni siquiera podía imaginar mente
alguna. El mensaje del crucificado pertenece a una sabiduría que no corresponde
con las claves de funcionamiento de este mundo, sino que manifiesta el señorío de
Dios en esta historia y la revelación de su justicia en formas religiosas totalmente
nuevas. En esta religión de la Nueva Alianza todo es nuevo, pues por medio de
Cristo todos participan de su señorío y todos pertenecen a Dios, tal como dice
Pablo: “todo es vuestro, vosotros sois de Cristo y Cristo de Dios” (1 Cor 3,16-23).
El crucificado ha conseguido establecer un nuevo vínculo, el del amor hasta dar la
vida, que se constituye en el principio de la libertad más profunda y de la gratuidad
más pura. La novedad religiosa del cristianismo está en la revelación de un Dios
identificado con los pobres, anonadado y crucificado. Este principio de la nueva
sabiduría, de la nueva mentalidad, nos brinda hoy en la Palabra de Dios otras dos
grandes novedades. La primera es que el nuevo templo de Dios en el mundo son
todos los seres humanos, particularmente los crucificados y los que, de cualquier
forma, están íntimamente vinculados a ellos y a Jesús crucificado. La segunda es el
mandamiento del amor a los enemigos, la novedad más absoluta y límpida del
cistianismo donde queda plasmada la gran autoridad de Jesús en su gran ruptura
con la cadena de mal que amenaza y atenaza a la humanidad.
La nueva presencia de Dios en el mundo se manifiesta, a partir del crucificado, no
en los templos sino en los seres humanos, en los crucificados, en los creyentes y en
la comunidad. Nótese el carácter enfático de la afirmación paulina: “el templo de
Dios sois vosotros”. El viejo templo quedó sustituido por el cuerpo de Cristo
crucificado cuando coincidiendo con su muerte el velo del santuario se desgarró en
dos. A partir de entonces incluso los paganos entran definitivamente en el ámbito
de Dios al reconocer el centurión en el crucificado al Hijo de Dios. De la misma
manera, la comunidad cristiana, imbuida de la sabiduría del crucificado y
concentrada en su misión de atender a los que sufren, constituye en el mundo el
nuevo templo de Dios donde habita el Espíritu Santo y Santificador.
Para ello la Iglesia se nutre de las enseñanzas y acciones de su maestro que
también desde la cruz, perdonando a sus enemigos y orando por ellos, nos dejó la
gran lección explicada hoy en el Evangelio de Mateo (Mt 5,38-48). Ahí se
encuentran dos ejemplos más de la plenitud que Jesús ha dado a las leyes antiguas
para orientarlas y situarlas en el plano de la justicia divina. Se trata de los casos de
la superación de la venganza y del amor a los enemigos, los cuales constituyen
desde la perspectiva cristiana novedades absolutas de comportamiento y reflejo de
otro mundo de valores, sin duda, los más específicos del Reino de Dios.
Respecto al primero, la norma del “ojo por ojo y diente por diente”, presente en el
AT (Ex 21,24; Lv 24,20; Dt 19,21) por influencia de otros códigos de conducta del
entorno geográfico (Código de Hammurabi), pretendía limitar, desde el derecho, la
violencia, estableciendo una proporcionalidad en la respuesta al daño recibido. Pero
la reacción de Jesús no está orientada a compensar el mal, sino a resistir al
malvado, mediante la resistencia activa fundada en el amor. Los cuatro ejemplos
ilustran “la resistencia al malvado”. Poner la mejilla, dar el manto, correr dos millas
y dar prestado sin reticencias son comportamientos propios de una justicia nueva.
Es la justicia sobreabundante, anunciada por Jesús al inicio de estas
consideraciones del AT y no consiste en utilizar los mismos medios que el agresor,
sino en actuar según la lógica del amor para poder así salvar al malvado. Más allá
de las leyes de una justicia retributiva, distributiva o vindicativa, está la justicia
salvífica, sobreabundante y trascendente del Reino de Dios.
Por ello el segundo mandato del amor a los enemigos es el culmen de todo lo dicho
hasta ahora: el colmo de la justicia sobreabundante es el amor al enemigo. El amor
al prójimo es propio del código de santidad (Lv 19, 18), pero el del amor a los
enemigos lo es del NT. No es del todo exacto que en el AT exista un mandamiento
del odio al enemigo sino una descripción de la conducta correspondiente (Sal 109,
6-20). El amor al enemigo se verifica especialmente en la oración. La Iglesia que
vive perseguida no necesita defenderse ni de trazar estragegias de venganza o de
violencia, porque a los que son perseguidos (Mt 5,10-12) se les anuncia que el
Reino de Dios y de su amor les pertenece. La motivación última y profunda es la
vinculación con el Padre del cielo, por ser hijos suyos. El fundamento de este amor
sin barreras está en la misma imgen de Dios del cual somos hijos porque El es el
Padre y el que da los dones de la creación a todos en la humanidad. El amor de la
justicia sobreabundante no se limita al amor de la reciprocidad o al amor en el
interior de la fraternidad, sino al amor sin recompensa alguna, al amor de la pura
gratuidad.
La perfección a la que invita el texto final a imitación de Dios no es la perfección de
la virtud en sentido griego, sino la imitación del Dios revelado en la Biblia, a
semejanza de lo dicho en el Código de Santidad: “Sed santos como yo soy santo”
(Lv 19,2; 20,26). El ser “perfectos” (Dt 18,13; Lv 19,21) aparece también en la
escena del joven rico (Mt 19,21), de modo que se puede concluir que la perfección
no consiste en el cumplimiento de los mandamientos, sino en dar los bienes propios
a los pobres y en seguir a Jesús con todas sus consecuencias. Este tipo de amor no
sólo es el sinónimo de la perfección, sino de la justicia sobreabundante. El paralelo
lucano de esa llamada a la perfección lo ratifica al indicar que se trata de actuar con
misericordia con los más necesitados o, dicho en el vocabulario del Papa Francisco,
se trata de “misericordear” orientando nuestro amor hacia quienes no pueden
devolver nada a cambio.
En el sermón de la montaña se va desentrañando así una serie de valores
contraculturales vividos significativamente por Jesús y el grupo de discípulos. Los
valores se refieren a comportamientos predicados y vividos por Jesús, que
posteriormente asumieron y desarrollaron los cristianos generando un estilo de vida
nuevo y un mundo de valores totalmente diferentes. La radicalización de las
prohibiciones de matar, cometer adulterio y divorciarse, la ruptura con las normas
familiares como exigencia del seguimiento, el rechazo de la propia familia y de los
bienes desde la radicalidad en el seguimiento de Jesús, la inversión de los valores
patente en las bienaventuranzas relativas a la pobreza, el hambre y el sufrimiento,
la renuncia a la violencia y el amor a los enemigos, así como la vida marginal
inherente a la misión, constituyen los aspectos básicos de la conducta de Jesús y de
sus seguidores y forman parte de la sabiduría de Dios.
La vida del discípulo comporta, pues, un cambio de valores desde las categorías
evangélicas y conlleva la capacidad de renuncia y de sacrificio para luchar con total
disponibilidad y libertad por la causa del Reino de Dios y su justicia
sobreabundante, que es lo que hay que buscar. Lo que hay que construir en
nuestro mundo es un hogar universal para toda la familia humana, derribando los
muros de la esclavitud y del racismo y destruyendo las fronteras que excluyen a los
pobres de la tierra de la mesa de los ricos.
José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura