OCTAVO DOMINGO ORDINARIO A
(Isaías 49:14-15; I Corintios 4:1-5; Mateo 6:24-34)
Una vez un muchacho contó a su novia que haría cualquier cosa por ella. Dijo que
treparía una montaña o nadaría por el océano para demostrar su amor. La novia
respondió que tales hechos no eran necesarios. Sólo quería que le acompañara a la
biblioteca el viernes en la noche. El muchacho le contestó que lo haría pero que él
ya había hecho planes para ese tiempo.
Ciertamente hay mucho del amor que el muchacho todavía tiene que aprender. El
amor exige que se sacrifique la satisfacción de deseos por el bien del otro. Por eso,
nos impresionan las madres que abandonan el sueño para vigilar a sus hijos
internados toda la noche. Particularmente durante la Cuaresma estamos llamados
a mostrar nuestro amor a Dios por sacrificar el cumplimiento de nuestros antojos
con el ayuno. Oficialmente la Iglesia obliga dos formas de ayuno: primero, la
abstención de la carne roja y de ave el Miércoles de Ceniza y todos los siete viernes
cuaresmales; y segundo, el ayuno propio de no comer fuera de las tres comidas
principales el Miércoles de Ceniza y el Viernes Santo. Sin embargo, ha sido práctica
de los santos a través de los siglos privarse de comidas y recreos más
intensamente en este tiempo sagrado.
Se puede hacer sacrificio en diez mil maneras. Durante la Edad Media los cristianos
regularmente dejaban de comer carne por los cuarenta días enteros. Hace
cincuenta años todos los adultos estaban obligados a ayunar entre las comidas
todos los días de la Cuaresma excepto, por supuesto, los domingos. Un sacrificio
que vale el nombre es dejar de comer dulces o tomar café. Otro particularmente
apto en nuestro tiempo es apagar el televisor por el período.
Como Jesús indica en el evangelio, algunos se preocupan de su bien cuando
contemplan el sacrificio por el amor. En el caso del ayuno, tememos lo que otros
piensen de nosotros. Si dejamos de tomar dulces, ¿pensarán que no queremos al
cumpleañero cuando no comemos el pastel? O si estamos con amigos en un
McDonald’s al viernes con todos ordenando hamburgueses y nosotros pidiendo un
sándwich de pescado, ¿nos pensarán extraños? La verdad es que dentro del
corazón la gente admira a la persona que vive según principios rectos. Se haría
una manera particularmente efectiva para realizar la Nueva Evangelización.
Existen críticos del ayuno. Apuntando el versículo del profeta Isaías donde el Señor
mismo dice que el ayuno que quiere es hacer justicia por los pobres, algunos
afirman que sería mejor socorrer al necesitado que negarse a sí mismo. Otros
preguntan cínicamente: ¿No es el ayuno que practicamos para sacrificarse por amor
a Dios sólo un pretexto y el motivo verdadero es la búsqueda vana de bajar peso?
Estos reparos valen alguna consideración.
En primer lugar, hacemos sacrificios para ponernos en solidaridad con el Jesús
sufriente. Él no sólo pasó cuarenta días sin comer en la lucha contra el diablo sino
se entregó a la ordalía de la crucifixión para ganarnos la victoria sobre el pecado.
Hay un hombre que afeitó su cabeza cuando su esposa, enferma con cáncer, recibía
la quimioterapia. Su motivo era pasar con ella al menos una pequeña parte del
sufrimiento que ella soportaba. Así nosotros sufrimos un poco del hambre que
Jesús aguantó por nuestra salvación.
En segundo lugar, debemos reconocer el vínculo entre el ayuno y los otros tipos de
piedad humana que complacen a Dios. Nuestro ayuno se haría una afrenta a Dios
si no está acompañado por buenos hechos y la oración. Sería contar a nuestro
Creador y Sustentador que seamos sólo un poco agradecidos
En tercer lugar, siempre tenemos que purificar nuestros motivos. En el Sermón en
el Monte Jesús advierte a sus discípulos que sus acciones piadosas no deben
culminar en elogios de la gente. Por eso, no queremos llamar atención a nuestros
sacrificios. Pero ¿es pecaminoso desear bajar el peso por el ayuno cuaresmal? Si
es para vivir de forma más sana, no puede ser malo. La oración para la sabiduría
en todos nuestros actos nos ayudará a superar la vanidad.
En el primer prefacio cuaresmal (el himno de alabanza a Dios comenzando la
oración eucarística) el sacerdote curiosamente dice por la gente: “Por (Jesús)
concedes a tus hijos anhelar, año tras año, con el gozo de habernos purificado, la
solemnidad de la Pascua”. Nuestro sacrificio entonces no debe ser causa de la
tristeza sino de la alegría. Pues, estamos superando con la gracia de Cristo los
impedimentos que nos separan de Dios: el apego de cosas materiales, el
distanciamiento de los pobres, y la falta de la comunicación directa con Dios.
Padre Carmelo Mele, O.P.