DOMINGO VII DEL TIEMPO ORDINARIO (A)
Homilía del P. Daniel Codina, monje de Montserrat
23 de febrero de 2014
Lv 19, 12. 17-18/ 1Cor 3, 16-23/ Mt 5, 38-48
San Pablo, queridos hermanos y hermanas, es el que nos proporciona los
instrumentos o la clave para comprender los fragmentos del Sermón de la montaña
que nos han sido leídos el pasado domingo y hoy mismo cuando escribe en la carta a
los Gálatas: " Antes de que llegara la fe, estábamos prisioneros, custodiados por la ley,
esperando que la fe se revelase. Así, la Ley fue nuestra niñera, hasta que llegara
Cristo y Dios nos aceptara por la fe " (Gal 3, 23-24), y a los cristianos de Roma: " el fin
de la ley es Cristo, para justificación de todo el que cree " (Rom 10, 4). La Ley de
Moisés, paradigma de la religiosidad y de la moral judías, ha sido el camino y el
pedagogo, aunque fuera insuficiente e imperfecto, que nos ha llevado hacia Cristo, en
el que encontramos la plenitud de la revelación y el verdadero culto " en espíritu y en
verdad " (Jn 4, 23-24). Cuando en el Evangelio del domingo pasado leíamos en la
introducción a la parte que se llama de las "antítesis" (" Se dijo a los antiguos..., pero yo
os digo "), que de la Ley antigua no se perderá nada, sino que en Jesús se completará,
se llevará plenamente a cabo, se nos decía que en Jesús, en su predicación del
Reino, en sus actos y en su vida, la manera de entender la Ley era diferente. Ya no
era como la de los fariseos y maestros de la Ley, toda exterior y, además, opresora,
sino que iba al fondo de la persona y abierta a un objetivo o modelo absolutamente
inesperado y sublime: el Padre del cielo: " sed perfectos, como vuestro Padre celestial
es perfecto " (Mt 5, 48), es la conclusión que acabamos de oír hoy. Escribe un
comentarista: "El motivo profundo de nuestro actuar es la llamada interior a ser hijos
del Padre y, por tanto, a reproducir en la vida la calidad del ser y del actuar del Padre
hacia todos (Mt 5, 45-48). Los discípulos están llamados a convertirse en lo que son
en su interior más profundo: hijos del Padre", (Marcel Dumas, Le Sermon sur la
montagne , p. 176). Y podemos añadir: esta llamada nos es hecha a través de la
predicación del Reino de Dios por parte de Jesús y a través de su vida, muerte y
resurrección.
Esta nueva manera de entender la ley y / o los Preceptos hoy nos es expuesta en dos
ejemplos bastante significativos y, por otra parte, bastante difíciles, sino imposibles de
poner en práctica. El primero hace referencia a la ley del Talión. " Ojo por ojo, diente
por diente.. .”, una disposición importante para no dar pie a una venganza
indiscriminada y excesiva. Jesús opone a toda agresión de la que podemos ser objeto
(una bofetada en la mejilla, si alguien te quita el vestido o te obliga a hacer un trabajo
innecesario) no vengarse; al contrario tener un espíritu lo suficiente magnánimo y
generoso como para hacer más de lo que nos reclaman, porque el discípulo del
Evangelio entiende que es mejor el bien de la paz, de la concordia, del perdón, del
amor a los demás, que los propios bienes más necesarios y queridos y más que el
propio honor en el caso de la bofetada, ya que para los judíos era un deshonor recibir
un golpe con el revés de la mano en la mejilla. Es cuestión de no tomarlo en cuenta;
pero Jesús insinúa algo más: ser generoso y magnánimo e ir más allá: perdonar y, en
cierto modo, desarmar el que nos agrede con un gesto de generosidad. Así, Jesús,
como lo ha hecho con las Bienaventuranzas, quiere crear un nuevo estilo de vida para
sus discípulos. Son unos objetivos que Jesús pone y propone y viene a decir que los
discípulos deben estar dispuestos a conseguirlos.
El segundo ejemplo de cumplimiento total de la Ley es el del amor a los enemigos: no
sólo amar a los que ya nos aman, sino incluso a quienes están enemistados con
nosotros. Es decir: el discípulo del Evangelio debe amar a todos y siempre, y la forma
concreta de hacerlo es rezar por ellos, de la misma manera que se ruega por los más
queridos. En la comunidad de los discípulos debe reinar un nuevo estilo: el estilo de
Dios, el Padre, que hace el bien a todos, buenos y malos. Y así, los discípulos,
nosotros, no vamos a caer en la tentación de discriminar, ni juzgar, ni condenar a los
otros: no se trata de crear o hacer "capillitas" de amigos, sino de crear el Pueblo de
Dios, el Iglesia de Jesucristo en el Espíritu.
Pero, además, Jesús nos pide, como en el apartado anterior, ir más allá. “¿qué premio
tendréis?“. Una vez más nos pone el listón muy alto, nos propone un objetivo al que
debe tenderse con libertad y generosidad. Este listón, este objetivo, se llama: el Padre.
Ya intuimos, hermanos y hermanas, que Jesús, a lo largo de todo el sermón de la
montaña, pero quizás más especialmente en el fragmento que hoy nos ha sido leído,
nos quiere llevar por un camino diferente al que nosotros estamos acostumbrados a
hacer. Ser discípulo de Jesús, aspirar a convertirse en miembro del Reino, no significa
acumular méritos y virtudes para quedar bien ante nosotros mismos, los demás y ante
Dios, sino ir a fondo, a las raíces de lo que es y representa nuestra vida. Quiere decir,
sobre todo y en definitiva, poner nuestro punto de mira principal en Dios, el Padre. Es
decir, sólo Dios puede justificar que nosotros seamos buenos, que seamos capaces de
hacer el bien, de vivir con naturalidad aquello de y vosotros, "¿ qué premio tendréis ?”.
Así, amar a los enemigos no lo hemos de considerar un mérito nuestro, sino un mérito
de Dios, ya que habrá logrado hacer brotar dentro de nuestro corazón egoísta su
amor.
Una vez más, San Pablo, ha comprendido el mensaje del Evangelio de Jesús, por eso
escribe a los romanos: " Bendecid a los que os persiguen; bendecid, sí, no maldigáis...
A nadie devolváis mal por mal. Procurad lo bueno ante toda la gente. En la medida de
lo posible y en lo que dependa de vosotros, manteneos en paz con todo el mundo...
No te dejes vencer por el mal, antes bien, vence el mal con el bien " (Rom 12, 14-21). Y
recordando la segunda lectura de la misa, de San Pablo a los corintios, esta es la
sabiduría según Dios, no la sabiduría según el mundo; esta sabiduría es la que nos
constituye en templos de Dios.
Dentro de pocos minutos todos juntos cantaremos: "Padre nuestro". Que sea la
verdadera oración de los hermanos que aspiran con Jesús a ser de verdad hijos del
Padre del cielo.