I Semana de Cuaresma
Viernes
Lecturas bíblicas:
a.- Ez. 18, 21-28: Dios no quiere la muerte del pecador.
Ezequiel, nos llama a la responsabilidad personal frente a Dios. Vida o muerte;
amistad con Dios o maldad y perversión lejos de ÉL, pero de todas maneras,
responsable de su pecado o de su justicia. Dios quiere que el hombre viva, para eso
lo creó, para que sea feliz en su presencia; pero si el hombre, escoge
equivocadamente el camino de la injusticia, morirá a no ser que recapacite y se
convierta y viva. Estas palabras de Ezequiel resuenan en un tiempo que no podían
ser peor: la deportación a Babilonia. La alianza rota, el templo destruido, Jerusalén
en ruinas y sin culto ni víctimas. La voz de Ezequiel se alza para sembrar una nueva
esperanza hecha de responsabilidad personal: “El que peca ese morirá” (Ez. 18,
20). Cada uno debe ser responsable ante Dios de sus actitudes (cfr. Jer. 31, 29;
2Re. 14, 6; Dt. 24, 16; Dt. 30,15). Los pecados del pasado, no son una herencia
fatal, sino como afirma el profeta: Dios no quiere la muerte del pecador, sino que
se convierta y viva (v. 23). Dios quiere la conversión total del pecador, para que
viva, guardando la alianza y la voluntad de Dios. Los pecadores, decían que Dios no
es justo, es no responder a su invitación, y buscar excusas, cuando reconocer la
propia infidelidad ante Dios, es iniciar el camino de la reconciliación y conversión.
Quedémonos con las palabras últimas de este capítulo: “En cuanto al malvado, si se
aparta de todos los pecados que ha cometido, observa todos mis preceptos y
practica el derecho y la justicia, vivirá sin duda, no morirá” (v. 21).
b.- Mt. 5, 20-26: Reconciliación con el hermano.
El evangelio también nos habla de las actitudes que debemos tener con nuestro
hermano. Es el discurso de las antítesis, en que Mateo, presenta a Jesús como
Maestro y nuevo Legislador: “Habéis oído que se dijo…pero yo os digo” (Mt. 5, 21-
22; cfr. Mt. 27-28; 31-32; 33-34; 38-39; 43-44). Nuestra reflexión se centra en el
quinto mandamiento: no matarás (cfr. Ex. 20, 13; Dt. 5, 17). La nueva visión de
este mandamiento que proclama Jesús, va más allá de entender este mandamiento
literalmente de quitarle la vida a otro. Jesús enseña que la ira, la cólera contra
alguien, el insulto grave al hermano debe convidarse, como un verdadero
homicidio. En su tiempo, quien cometía homicidio era llevado a los tribunales, en
cambio, quien ofendía gravemente al hermano nadie lo juzgaba. En el fondo, es el
mismo pecado a los ojos de Dios, puesto que en ambos se le quita la vida en la
propia existencia, es decir, lo matas en su corazón. Las ofrendas en el templo eran
frecuentes, ya sea por obedecer la Ley de Moisés o por agradecimiento o expiación
de los pecados; Jesús, propone que la reconciliación con el hermano al que he
ofendido, está antes o vale más que estos sacrificios, porque en esa actitud se
manifiesta el amor y la misericordia de Dios que brilla en el corazón de quien ha
conocido el perdón. Sólo quien ha vivido el arrepentimiento profundo de sus
pecados y valorado la reconciliación que magnánimamente Dios le ha otorgado,
aprenderá perdonar. Sólo después de la reconciliación, la ofrenda adquirirá todo su
sentido. Debido a nuestra condición hay que señalar que siempre necesitamos
conversión en el amor y en el perdón de las ofensas que hacemos al prójimo y por
ende a Dios. El verdadero sacrificio, será convertir el propio corazón, donde se
ofrezca el sacrifico diario de Cristo en la Cruz, un nuevo altar, donde se renueve el
santo Sacrificio, la Eucaristía, participar de ella para desechar los ídolos y las
actitudes como el rencor, las ofensas, las palabras hirientes, al hermano que
matan la caridad si el pecado es grave, o la debilita, si es venial; convertir el propio
corazón en un trono para Jesucristo es tarea de todo buen cristiano donde se
ofrezca el sacrificio de la oración diaria, por la Iglesia y la humanidad para que
reconciliada con Dios Padre por el amor manifestado en su Hijo y con la fuerza de
su Espíritu se construya la civilización del amor.
San Juan de la Cruz, en la misma línea, invita al orante a subir al Monte de la
perfección que es Cristo: Quien “quiere subir a este Monte ha de hacer de sí mismo
un altar en él, en que ofrezca a Dios sacrificio de amor puro y alabanza y reverencia
pura, que, primero que suba a la cumbre del monte, ha de haber perfectamente
hecho las dichas tres cosas: arroje todos los dioses ajenos… purifique el dejo que
han dejado los apetitos…y poner en el alma un nuevo entender a Dios en Dios,
dejando el viejo entender del hombre, y un nuevo amar a Dios en Dios” (1S 5,7).
Padre Julio Gonzalez Carretti OCD