CICLO B
TIEMPO ORDINARIO
V DOMINGO
Cristo es en sí mismo Evangelio y Milagro. Dios y hombre verdadero, es la Palabra
hecha carne, plenitud de toda la revelación. En su corazón humano está todo el
amor de Dios: es el milagro más grande.
El Verbo encarnado es, a la vez, Mensaje de salvación e Instrumento salvador. El
Reino de Dios y la salvación constituyen el eje fundamental del Evangelio anunciado
por Cristo. Él lo proclama con palabras y con obras, con milagros-signos. Es la
“elocuencia de los milagros” (San Juan Crisóstomo). El Reino brilla ante los
hombres “en la palabra, en las obras y en la presencia de Cristo” (LG 5).
Los cuatro evangelistas dan testimonio de que las curaciones (unas ochenta) y el
anuncio del Reino Dios constituyen las principales preocupaciones de Jesús en su
vida pública. “Es necesario que proclame el reino de Dios también en las otras
ciudades, pues para esto he sido enviado” (Lc 4,43). Con la predicación del Reino,
Cristo anuncia que “Dios se ha hecho cercano, que ya reina en medio de nosotros,
como lo demuestran los milagros y las curaciones que realiza” (Benedicto XVI). El
Reino de Dios es el Reinado de Dios en nosotros, cuyo amor nos transforma y nos
capacita para amarle a Él sobre todas las cosas y también para amarle en sus hijos.
“Mis días corren más que la lanzadera, y se consumen sin esperanza. Recuerda
que mi vida es un soplo”, decía Job (primera lectura). Hechos de barro, la
enfermedad pertenece a nuestra condición humana: experimentamos que
inevitablemente nuestra morada terrenal se va desmoronando y, sobre todo, que
no nos valemos por nosotros mismos, que no somos autosuficientes. Necesitamos
que Jesús, el Dios-con-nosotros, “nos coja de la mano y nos levante” (Evangelio).
Ante esta nuestra pobre realidad es fundamental la fe: “tu fe te ha salvado”, repite
Jesús a los que cura. Los milagros de Cristo no son una exhibición de poderío, sino
signos del amor de Dios para quien tiene fe. “Así como para los cuerpos hay una
atracción natural de unos hacia otros, como el imán al hierro, así esa fe ejerce una
atracción sobre el poder divino” (Orígenes). El que cree no está solo, el que reza
nunca está solo. Estamos seguros de que el amor de Dios no nos abandona nunca.
La misericordia de Dios no es sólo uno de los temas centrales de la predicación de
Jesús, sino que “Él mismo la encarna y personifica. Él mismo es, en cierto sentido,
la misericordia” (Juan Pablo II). No sólo cuando pasó por la tierra haciendo el bien
(Hch 10, 38). Sino también ahora. Cristo es nuestro contemporáneo. Resucitado y
glorioso “no puede padecer, pero puede compadecer” (San Bernardo). Sufre con
nosotros, por nosotros y en nosotros. Jesús, el Hijo de Dios, que ha atravesado el
cielo no es incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino que ha sido
probado en todo exactamente como nosotros, menos en el pecado (Hb 4,15).
Creemos en un Dios herido. En Cristo resucitado siguen vivas sus heridas por toda
la eternidad. Son signo de que el Señor compadece con nosotros: por amor a
nosotros se deja herir. “Cristo tomó –toma- nuestras dolencias y cargó con
nuestras enfermedades” (aleluya). “Contemplando las llagas de Jesús, nuestra
mirada se dirige a su Corazón sacratísimo, en el que se manifiesta en sumo grado
el amor de Dios” (Benedicto XVI).
"En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene; en que Dios envió al mundo a
su Hijo único para que vivamos por medio de él" (1 Jn 4, 9). Después de su
resurrección, Jesús dio a sus apóstoles y a todos sus discípulos el mandato de
anunciar este amor, con palabras y obras. Especialmente mediante el amor, porque
sólo el amor es digno de fe. “¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio!” (segunda
lectura).
MARIANO ESTEBAN CARO