CICLO B
TIEMPO DE CUARESMA
II DOMINGO
En este segundo domingo de cuaresma, el Evangelio nos presenta la transfiguración
del Señor. La gloria de la divinidad resplandece en el rostro de Cristo. La voz del
Padre acredita a Cristo como Hijo suyo ante los apóstoles. Para que así se
dispongan a vivir con Cristo el dolor de la pasión, a fin de llegar con Él a la gloria de
la resurrección.
La transfiguración de Cristo está situada en los Evangelios en un momento decisivo:
Jesús es reconocido por Pedro y los discípulos como Mesías de Dios; les revela que
tiene que padecer mucho, ser ejecutado y resucitar al tercer día. Y les decía a
todos: “si alguno quiere venir en pos de mi, que se niegue a sí mismo, tome su
cruz cada día y me siga” (Lc 18-23). Unos días después, mientras Jesús oraba,
sucedió la transfiguración. Pedro, Santiago y Juan son los tres discípulos siempre
presentes en momentos trascendentales. Testigos también de su agonía. Esta
experiencia anticipada de la gloria de la resurrección está destinada a sostener a los
discípulos en el camino de la cruz.
En el prefacio de la misa de hoy se pone de manifiesto cómo Cristo, transfigurado
en el monte santo, mostró a sus discípulos el esplendor de su gloria y testimonió
que la pasión es el camino hacia la resurrección. El camino de Jesús y el de todos
los que creen en Él. La cruz fue para Cristo la suprema expresión de su amor y su
entrega y la consecuencia de poner el amor, la verdad y la justicia, por encima de
su propio provecho y ventaja. La transfiguración anticipa el acontecimiento pascual
que, por el camino de la cruz, llevará a Cristo a la plenitud de su gloria y de su
dignidad filial.
El aspecto del rostro de Cristo cambi￳ “y sus vestidos se volvieron de un blanco
deslumbrador” (Evangelio). San Mateo dice que “su rostro resplandecía como el sol
y sus vestidos se volvieron blancos como la luz”. Esta misma luz resplandecerá en
el rostro de Cristo el día de la Resurrecci￳n. “La gloria de la Divinidad resplandece
en el rostro de Cristo”, decía el Papa Juan Pablo II explicando el “misterio de luz por
excelencia, que es la Transfiguraci￳n”.
“Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá
la luz de la vida” (Jn 8, 12). Dice el Papa Francisco en su encíclica sobre la fe:
“Quien cree ve; ve con una luz que ilumina todo el trayecto del camino, porque
llega a nosotros desde Cristo resucitado, estrella de la mañana que no conoce
ocaso”.
Por la fe y el bautismo participamos ya de la vida de Dios, del ser filial de Cristo:
Somos hijos de Dios en el Hijo eterno de Dios. Nuestra humilde condición humana
es ya transformada, según el modelo de la condición gloriosa de Cristo. Todos
estamos llamados a transfigurarnos a imagen de Cristo, vencedor del pecado, del
mal y de la muerte. “El Evangelio de la Transfiguraci￳n del Se￱or pone delante de
nuestros ojos la gloria de Cristo, que anticipa la resurrección y que anuncia la
divinizaci￳n del hombre” (Benedicto XVI). Son innumerables los antiguos padres de
la Iglesia, especialmente los orientales, que hablan de la “divinizaci￳n del hombre”.
El mismo San Agustín dice en uno de sus sermones: “Para divinizar a aquellos que
son hombres, Él que era Dios se hizo hombre”. Y San Pedro en su segunda carta:
“Partícipes de la naturaleza divina” (1, 4). En este domingo la oración después de la
comunión se refiere a esta realidad: “al darnos en este sacramento el cuerpo
glorioso de tu Hijo nos haces partícipes, ya en esta vida, de los bienes eternos de tu
reino”.
La cruz es el camino hacia la resurrección, según la imagen de Cristo transfigurado-
resucitado. “Quien no lleve su cruz detrás de mi no puede ser discípulo mío”. El
seguimiento de Cristo exige una conversión permanente: morir al mal y al pecado.
También una fe consecuente: una vida nueva. Somos peregrinos de la fe como
Abrahán (primera lectura). Éste es el verdadero Viacrucis (camino de la Cruz):
viviendo en comunión existencial con Cristo y como Cristo. Escuchándolo
(Evangelio). Con amor confiado en Él, que esto es la fe. Con paciencia, sin
cansarnos de hacer el bien. Cristo es camino, verdad y vida, causa y guía de
nuestra salvación.
Hemos de coger la cruz y seguir a Cristo que va por delante. Nos acompaña el
Crucificado-Resucitado en persona. Cristo Jesús, el Hijo amado de Dios hecho
hombre, que aceptó la condición humana hasta las últimas consecuencias. Hasta la
muerte y una muerte de cruz. Un amor tan grande es más fuerte que el mal y que
la muerte. “Por eso Dios lo levant￳ sobre todo, y le concedi￳ el nombre sobre todo
nombre” (Flp 2, 9-10).
Seguir así a Cristo, que no es una ideología ni una costumbre, nos exige una
conversión permanente para morir al mal y al pecado, y una fe consecuente y sin
miedos, para vivir una vida nueva, unidos al Crucificado-Resucitado. “La vida
eterna, la inmortalidad beatífica, no la tenemos por nosotros mismos ni en nosotros
mismos, sino por una relación, mediante la comunión existencial con aquél que es
la Verdad y el Amor y, por tanto, es eterno, es Dios mismo: ésta es la vía de la
Cruz” (Benedicto XVI).
MARIANO ESTEBAN CARO