DOMINGO II DE CUARESMA (A)
Homilía del P. Luis Juanós, monje de Montserrat
16 de marzo de 2014
Gén 12, 1-4a / 2 Tim 1, 8b-10 / Mt 17, 1-9
Señor, ¡qué bien se está aquí !" -dijo Pedro. El 20 de febrero de 1962, el astronauta
estadounidense, John Glenn, al volver de su primera misión tripulada en el espacio, y
completar tres órbitas alrededor de la Tierra, dijo impresionado: "He subido al cielo y
he visto la grandeza de Dios“, pero no se puede permanecer en la cima eternamente,
hay que bajar de nuevo.
Los que han tenido el privilegio de viajar por el espacio, dicen que mientras los
propulsores caen y el viaje empieza a ser más suave, empiezan a ver el espectáculo
de la naturaleza a través de las ventanas. Sus ojos quedan atrapados por la sorpresa
del entorno espacial. Pocos minutos después de que el impulso final los pone en
órbita, los motores se apagan y sus cuerpos se liberan de la fuerza de la gravedad. La
tripulación queda sobrecogida por la sorprendente majestuosidad del globo terráqueo,
maravillándose de los colores dinámicos y el panorama que ofrece la Tierra que se
desliza por debajo de ellos, mientras el día se convierte en noche y la noche en día,
dando vueltas al planeta.
La mayoría de las personas que han sido tripulantes de misiones espaciales vuelven
cambiadas para siempre. Desde el espacio no se ven fronteras, ni naciones en guerra,
y pocas veces se notan los estragos de la humanidad y la industria sobre la faz de la
Tierra.
Todo lo que ven es un planeta increíblemente vibrante, la gran inmensidad de los
océanos azules, picos nevados de color blanco en cadenas de montañas y nubes,
bajo los cuales los continentes se esconden en absoluto silencio. Los tripulantes
transitan de un continente a otro sin aduanas ni visados, viendo el mundo como una
enorme y armoniosa entidad viva. Desde la órbita se encuentran inmersos en un
abrazo cálido y afectuoso, sin poder escapar del sentimiento de unidad con la
naturaleza, casi como una experiencia religiosa donde la idea de una humanidad unida
se hace realidad.
Pedro, Santiago y Juan, subieron con Jesús al monte Tabor. Posiblemente, la
experiencia de la Transfiguración cambió su vida. La montaña es un símbolo muy
sugerente para los hombres de la Biblia. Desde allí todo se contempla con otra
perspectiva. Las grandes manifestaciones de Dios han tenido lugar en la montaña,
basta recordar el Sinaí (Ex 19, 16ss), el gran acto de la fe de Abraham y el
cumplimiento de la Promesa por parte de Dios (Gén 22,1 ss.). El Evangelio de hoy nos
dice que Jesús «tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y se los llevó
aparte a una montaña alta. Se transfiguró delante de ellos… sus vestidos se volvieron
blancos como la luz. Y se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él», y es
proclamado como el Hijo amado.
Después de haber visto al Maestro lleno de gloria y de esplendor, Pedro dice: " Señor,
¡qué bien se está aquí! Sí quieres, haré tres tiendas ", y aunque llenos de espanto y
cautivados por lo que habían visto, mientras bajaban, Jesús les mandó que no dijeran
nada de la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos.
El camino que lleva a Jerusalén está lejos de lo que los discípulos imaginan. Jesús les
habla de humillación, sufrimiento y muerte y eso aún les resulta más desconcertante
después de haber visto su gloria.
A nosotros, en cierto modo, nos pasa como a Pedro y decimos: " Señor, ¡qué mal
estamos aquí abajo... aléjanos de esa vida llena de corrupción, de mentira y de miseria
humana, que no nos haga falta asumir la cruz, ni morir a nosotros mismos para
renacer de nuevo; y preferimos hacer opción por un espiritualismo desencarnado que
nos ahorre todo compromiso a la espera de un Reino que quizás no tiene nada que
ver con lo que nos pide Jesús.
No hay cielo ni tierra prometida para los que viven en la nube de la autosatisfacción,
ignorando a los demás, para los que suspiran por el cielo despreciando la tierra, y
quieren llegar al cielo sin transformar el mundo rehuyendo el ruido de la vida cotidiana.
Tendremos que escuchar de nuevo la increpación de los ángeles en la comunidad
primitiva que había puesto toda su ilusión en las alturas: Galileos, ¿qué hacéis ahí
plantados mirando al cielo? (Hch 1, 11).
¿Cuántos confundimos aún la transfiguración cristiana con estar fuera del mundo, lejos
de las preocupaciones humanas, más allá del bien y del mal, por encima de la
inquietud, la angustia, y el agobio de la existencia?
Es a la tierra donde hay que volver para encontrar a Jesús, el Señor. Él nos enseña a
transitar por los caminos de la vida con amor, convencidos de que seguirlo no nos trae
comodidad, sino tensión; no nos da seguridad, sino riesgo; no nos invita a la evasión,
sino al servicio y a la donación haciendo lo imposible para que el Tabor baje al valle,
para que la experiencia de la Pascua hunda sus raíces en nosotros y en el mundo.
Y quién sabe si ante la misión de liberación con la que nos encontramos encarados
nos sentimos pobres, impotentes, incomprendidos, abocados al fracaso... Aún así,
sabemos que Jesús hace camino ante nosotros y como al pueblo del éxodo, nos da el
coraje para transformar nuestra humilde condición humana, sin apagar nunca el
recuerdo de aquella luz que hemos visto en Él, que como una antorcha ardiente ha
pasado entre los trozos de nuestra existencia y nos ha hecho fuertes en la esperanza.
Hermanos, hoy también podemos hacer nuestras las palabras de John Glenn al volver
del espacio : "He subido al cielo y he visto la grandeza de Dios". La fe nos hace ver el
mundo con nuevos ojos y es la fuerza que nos empuja a mejorarlo.