III Semana de Cuaresma
Sabado
Lecturas bíblicas:
a.- Os. 6, 1-6: Quiero misericordia y no sacrificios.
La primera lectura del profeta nos invita a ser misericordiosos. Las amargas
experiencias que han vivido como pueblo, y las palabras condenatorias del profeta
suscitan en ellos, un deseo efímero, de querer volver al Señor. Se saben pueblo
suyo, conocen su poder, si quiere los vendará, luego de herirlos, los volverá a la
vida, para que vivan en su presencia, en paz con Yahvé y su prójimo. En ésta auto
exhortación, quieren correr tras el conocimiento de Yahvé, con lo que revelan, los
ritos y lenguaje utilizados en el culto a los Baales, palabras que usa el pueblo
habitualmente, y que el profeta quiere exterminar. Ese evocar el amanecer, la lluvia
temprana, propio de los cultos de la fertilidad. Pero Yahvé no se deja engañar,
porque conocedor del corazón humano, descubre que su piedad es superficial, como
rocío de la mañana (v. 3). En su infinita misericordia Yahvé, lo que hace es
manifestarles lo que quiere: “Porque yo quiero amor, no sacrificio, conocimiento de
Dios, más que holocaustos.” (v. 6). En estas palabras no encontramos una condena
de los sacrificios y holocaustos, sino el modo como se realizaban, condena de una
religión superficial y falta de interioridad. Ahora se entiende la exigencia de Yahvé,
quiere conocimiento y amor para con Dios y el prójimo (cfr. Mt. 9,13; 12,7).
Siempre será primero el amor, después del sacrificio, primero la fe, luego sus
manifestaciones en el culto y la vida ordinaria (cfr. Mt. 5, 23).
b.- Lc. 18, 9-14: Parábola del fariseo y del publicano.
La parábola del fariseo y del publicano, refleja dos tipos de religiosidad y de culto
ante Dios. Jesús, es misericordia para el pecador, viene a salvar lo que estaba
perdido. Es en la misericordia donde se apoya el pecador frente a su Dios, mientras
que el fariseo cree que no la necesita, porque tiene méritos suficientes, y lo más
grave, se apoya sólo en ellos ante Dios. Agrada más a Dios un pecador arrepentido,
y he aquí la lección, que un fariseo orgulloso que se cree justo; el primero obtiene
la justificación de Dios, es decir, su salvación, el segundo, no obtiene nada. La
salvación es puro don de la gracia de Dios, y no fruto de nuestros méritos o buenas
obras porqué significaría que cada uno podría fabricar su propia salvación, dejando
a Dios sin la posibilidad de donársela. La salvación es don de la fe en Jesucristo y
su misterio de salvación. Ambos personajes encarnan dos tipos opuestos de
religiosidad con lo que Jesús quería manifestar que aquellos que se sienten seguros
de sí mismos, los fariseos, despreciaban a los demás: gente del pueblo, publicanos,
prostitutas, cobradores de impuestos, etc. Para el fariseo, Dios no es Padre, sino un
contador que registra cada uno de sus méritos, fruto de su esfuerzo y de su
observancia perfecta de la Ley; el publicano, en cambio, contempla a Dios como
Santo y misericordioso, para quien todos somos dignos de perdón y acogida en su
regazo de Padre amoroso. El fariseo cree que Dios debe pagarle o retribuirle sus
propios méritos producidos por una escrupulosa fidelidad a la ley de Moisés. Si el
precepto manda ayunar para el día de la expiación, una vez al año, él ayuna dos
veces por semana para apurar la venida del Mesías; paga el diezmo de todo lo que
posee, aunque sólo deba hacerlo el productor, no el que compra, y éste se limitaba
al grano, al vino y al aceite; sin olvidar que no roba, no es infiel a su mujer, no falta
a la justicia. Es un hombre perfecto, según la ley, solo que representa la
religiosidad del mérito, religiosidad autosuficiente. Su santidad legal lo hace sin
misericordia, porque desde su interior desprecia al publicano, que lo tiene muy
cerca, sin embargo para él, los demás son pecadores, ladrones, injustos, etc. La
oración del publicano, es modelo de acercamiento a Dios, porque comienza con lo
esencial: reconocerse pecador y culpable ante Dios, lo que abre inmediatamente las
puertas de la misericordia infinita. El cristiano puede tener mucho de ambos
modelos de religiosidad: de fariseos cuando reclamamos derechos y premios de
parte de Dios y apoyados en nuestros méritos y viendo a los demás los
despreciamos porque no son como nosotros; de publicanos cuando nos damos
cuenta que no llegamos a ninguna parte con esa postura; si seguimos el camino del
publicano, y nos confesamos pobres pecadores que imploran misericordia y perdón
de sus muchas infidelidades, hemos comprendido la parábola desde la vida. La fe
en Jesucristo, nos une al mundo de la salvación y la gracia, en cambio, nuestra
condición pecadora nos une al mundo de los pecadores, del cual Cristo Jesús es
redentor.
San Juan de la Cruz, enseña que la humildad es el mejor camino para acercarse a
Dios, y el místico dedica todo un capítulo a la soberbia espiritual, tomando como
modelo precisamente al fariseo y como puede ser un vicio del orante, este creerse
bueno, y despreciar a los que no son como él (cfr.1N 2). El demonio acrecienta su
devoción para perderle; si el director espiritual avezado, no corrige, con la práctica
de la humildad, este vicio a su discípulo, corre el peligro de caer en la soberbia
espiritual. Humildad, significa tener en muy baja estima las propias cosas,
considerando siempre a los otros mejores, sin satisfacción de sí, conocer lo mucho
que Dios merece, teniendo “cuidado de amor” en servirle con humildad, hasta
poseer el espíritu sabio de Dios. En sus Dichos exclama: “Humilde es el que se
esconde en su propia nada y se sabe dejar a Dios” (D 179) o bien: “Quién de sí
propio se fía, es peor que el demonio” (D 182).
Padre Julio Gonzalez Carretti OCD