CICLO B
TIEMPO PASCUAL
SOLEMNIDAD DE PENTECOSTÉS
Cristo Jesús, el Crucificado-Resucitado, ascendido a la gloria del cielo y sentado a la
derecha del Padre, se le ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. El día de
Pentecostés, para dar plenitud al misterio pascual, envió sobre los discípulos su
Espíritu vivificador y por Él hizo a su cuerpo, que es la Iglesia, sacramento universal
de salvación (Concilio Vaticano II). Desde entonces el Espíritu Santo habita en la
Iglesia y en el corazón de los fieles como en un templo. Así la Pascua de muerte y
resurrección de Cristo y el envío del Espíritu son la culminación y el coronamiento
del plan salvador de la Trinidad santa en favor de los hombres.
El pueblo judío, a las siete semanas de la Pascua, celebraba la fiesta de
Pentecostés. En la Pascua conmemoraban que Dios los había librado de la
esclavitud de Egipto; y en Pentecostés recordaban la alianza que Dios había hecho
con ellos en el Sinaí, dándoles las tablas de la ley escrita en piedra. La Iglesia,
nuevo pueblo de Dios, también celebra la Pascua: Cristo, muerto y resucitado, nos
libera del mal, del pecado y de la muerte. A los cincuenta días, celebramos
Pentecostés: Cristo envía su Espíritu Santo sobre el nuevo pueblo de Dios. Nace la
Iglesia y se nos da una ley nueva. No escrita en piedra, sino en el corazón, en el
que habita el Espíritu de Dios. “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros
corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rm 5, 5).
La efusión del Espíritu Santo no es algo del pasado: Cristo, intercediendo ante el
Padre por nosotros, asegura una perenne efusión del Espíritu (prefacio después de
la Ascensión). Desde dentro de nosotros mismos, el Espíritu Santo nos guía hacia la
verdad completa, nos recuerda las palabras de Jesús, refuerza nuestra voluntad,
hace de nosotros creyentes y testigos de Cristo, nos capacita para vivir como hijos
de Dios, nos enseña a orar, viene en auxilio de nuestra debilidad. La constante
presencia y acción de Cristo en nosotros se realiza por obra del Espíritu Santo. Muy
especialmente en los sacramentos, en los que hace llegar hasta nosotros la vida
nueva de la gracia.
Así la Pascua de muerte y resurrección de Cristo y el envío del Espíritu son el
culmen y la coronación del plan salvador de la Trinidad santa en favor de los
hombres. Esta presencia del Espíritu, iniciada el día de Pentecostés, se prolonga a
lo largo de los siglos, porque Cristo, nuestro Mediador, en el templo del cielo,
intercede permanentemente por nosotros y nos asegura la perenne efusión del
Espíritu.
El día de Pentecostés, la Iglesia, surgida de la muerte redentora de Cristo, inicia su
andadura. Se hace misionera. El Espíritu Santo, su principio vital, la guía hacia la
verdad. Él hace a la Iglesia una, santa, católica y apostólica. “Donde está la Iglesia
allí está el Espíritu de Dios; donde está el Espíritu allí está la Iglesia y toda verdad”
(San Ireneo). Decía el Papa Benedicto XVI: “Es necesario reafirmar que la
evangelización es obra del Espíritu”. Más aún “no habrá nunca evangelización
posible sin la acción del Espíritu Santo” (Pablo VI). Los Hechos de los Apóstoles dan
testimonio de que gracias al apoyo del Espíritu Santo, la Iglesia crecía “y se
multiplicaba con el consuelo del Espíritu santo" (Hch 9, 31).
El Espíritu Santo es el que hace que el misterio salvador realizado por Cristo en el
pasado de una vez para siempre, se actualice permanentemente ahora para
nuestra salvación. Presente en nuestros corazones, el Espíritu Santo opera en el
cristiano un cambio profundo. Toca la esencia de la persona y la transforma.
Participamos de la naturaleza divina por medio del Espíritu. Es la divinización del
ser humano: “Por la fuerza del Espíritu, que mora en el hombre, la deificación
comienza ya en la tierra” (Juan Pablo II). El Espíritu Santo nos hace partícipes de la
divinidad, hijos de Dios en Cristo, el Hijo único de Dios. Nos comunica la vida en
Cristo Resucitado. “La comunión con Cristo es el Espíritu Santo” (San Ireneo).
MARIANO ESTEBAN CARO