CICLO B
TIEMPO ORDINARIO
XX DOMINGO
Durante varios domingos Jesús nos ha hablado del Pan de Vida. El Evangelio de hoy
es la conclusión y culminación del largo discurso de Jesús en la sinagoga de
Cafarnaúm, después de la multiplicación milagrosa de los cinco panes y los dos
peces, con los que habían comido miles de personas.
Hoy Cristo nos dice claramente: Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el pan
que yo daré es mi carne para la vida del mundo; la carne y la sangre del Hijo del
hombre son verdadera comida y verdadera bebida de vida eterna. “El que come
este pan vivirá para siempre”, concluye el Evangelio. No se trata de un signo o
representación del cuerpo y de la sangre del Señor. En la eucaristía el pan ya no es
pan, el vino ya no es vino. Son el cuerpo y la sangre de Cristo, verdadera, real y
sustancialmente presentes.
Hay que destacar el realismo de de las palabras de Jesús. “Porque no es carne de
un mero hombre, sino de Dios, quien deseando hacer al hombre divino, como que
lo embriaga en su divinidad” (Teofilacto). Dios está aquí. En uno de sus sermones
decía San Agustín: “¿Quién, sino Cristo, es el pan del cielo? Pero para que el
hombre pudiera comer el pan de los ángeles, el Señor de los ángeles se hizo
hombre. Si no se hubiera hecho hombre, no tendríamos su cuerpo; y si no
tuviéramos su cuerpo, no comeríamos el pan del altar”.
Cristo nos revela el significado profundo del milagro que había realizado: Dios envía
no el maná, sino a su propio Hijo, que es el verdadero Pan de Vida. “Tanto amó
Dios al mundo que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no
perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16). Este pan es su carne, su sangre, su
vida, todo su ser, ofrecidos por nuestra salvación. Los panes repartidos a aquellos
miles de personas anunciaban su amor hasta el extremo, puesto de manifiesto en
la cruz: en ella Cristo se convierte en el verdadero Pan (es su cuerpo entregado) y
en verdadera bebida (su sangre derramada).
En la primera lectura se anunciaba ya un banquete de pan y vino, que será
memorial perpetuo del amor de Cristo hasta la muerte. Es Cristo mismo en
persona, presente bajo las especies de pan y de vino. Sólo la fe nos capacita para
descubrir en el pan eucarístico la presencia de Cristo. “Por eso Jesús instituirá en la
última Cena el sacramento de la Eucaristía: para que sus discípulos puedan tener
en sí mismos su caridad —esto es decisivo— y, como un único cuerpo unido a él,
prolongar en el mundo su misterio de salvación” (Benedicto XVI). La Eucaristía no
es un mero rito ni una costumbre. Su carne, que es su vida, su obra, su persona; y
su sangre, que es su amor total, su entrega hasta la muerte.
Comer este pan con fe produce en nosotros la vida eterna, que no se alcanza sólo
después de la muerte. Ahora entramos en comunión con la persona de Jesús
nuestro contemporáneo. El que participa en la Eucaristía asimila a Cristo mismo:
“El que me come vivirá por mí”. No sólo nosotros asimilamos a Cristo resucitado y
glorioso. Es Cristo quien nos asimila a Él. “La participación del cuerpo y de la sangre
de Cristo no hace sino transformarnos en aquello que asumimos; y llevamos por
completo así en la carne como en el espíritu, a Aquel mismo, en el cual hemos
muerto y hemos sido sepultados y resucitados” (San León Magno). Cristo nos
transforma, uniéndonos a Él, atrayéndonos hacia Él mismo.
“El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él”. Somos hechos
partícipes de la vida divina. La eucaristía es ya un adelanto real y verdadero de la
vida eterna. “Cristo es nuestra comida. El alma se llena de gracia y se nos da la
penda de la vida futura”, cantamos en las antífonas de la fiesta del Corpus.
MARIANO ESTEBAN CARO