CICLO B
TIEMPO ORDINARIO
XXV DOMINGO
Por segunda vez Jesús anuncia a sus discípulos su pasión, muerte y
resurrección. El Evangelio señala el contraste entre este planteamiento de
Cristo y el de sus discípulos: “no entendían aquello y les daba miedo
preguntarle”. Y discuten entre ellos “quién era el más importante”. Jesús les
explica la lógica del amor y del servicio.
El primero en el Reino de Dios debe ser el servidor de todos (Evangelio).
Como Cristo, que ha venido a servir y a entregar su vida por los hermanos.
El amor de Cristo es la sabiduría de la cruz. Es la lógica del amor que se
hace servicio hasta la entrega de sí.
Y puso a un niño ante sus discípulos. En tiempos de Cristo el niño realizaba
los trabajos más humildes. Hacerse como niño es hacerse sencillo, sin
malicia, sin poder. El cristiano debe hacerse como un niño. En el fondo del
corazón humano hay un alma de niño: inocente, confiada, un alma que
cree profundamente en el amor. “Allá va el niño donde hay cariño”, dice el
refranero. Jesús no pide a sus seguidores hacerse infantiles, sino ser como
niños, “cuyo modo de ser indica el camino real para entrar en el reino de
Dios, es decir, el de abandonarse sin condiciones a su amor” (Benedicto
XVI).
Ésta es la sabiduría que viene del cielo, de la que nos habla la segunda
lectura tomada de la carta de Santiago. Para nosotros, los llamados a la fe,
que no somos sabios en lo humano, Cristo es la sabiduría de Dios (1 Cor 1,
24.30). Unidos a Él (“en Cristo”), participamos de la sabiduría de Dios y
somos introducidos en la intimidad de Dios. El Concilio Vaticano II nos dice
que Cristo manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre
la sublimidad de su vocación. Imagen de Dios invisible, Cristo es el hombre
perfecto, en el que la naturaleza humana ha sido elevada (también en
nosotros) a una dignidad sin igual; así el cristiano queda conformado con la
imagen del Hijo, que es el primogénito de muchos hermanos (GS 22).
Cristo, el Hijo de Dios, “habla a los hombres también como Hombre: es su
misma vida la que habla, su humanidad, su fidelidad a la verdad, su amor
que abarca a todos”, decía Juan Pablo II en su primera Encíclica.
El sabio es el justo de la primera lectura, que conoce a Dios, vive como hijo
de Dios, se gloría de tener por Padre a Dios y está seguro de que se ocupa
de él (primera lectura). Dios sostiene su vida; es su auxilio, cantamos en el
salmo responsorial. El justo, el sabio, es de corazón limpio y misericordioso,
es comprensivo, sincero, y siempre da frutos de buenas obras; procura la
paz y va sembrando la paz, cuyo fruto es la justicia (segunda lectura). “Si
quieres la Paz, trabaja por la justicia”, titulaba el Papa Pablo VI su Mensaje
para la jornada de la Paz de 1972: “Una paz que no sea resultado del
verdadero respeto del hombre no es verdadera paz. Y ¿cómo llamamos a
este sentido verdadero del hombre? Lo llamamos justicia”.
El sabio, el justo, el primero en el Reino de Dios debe ser el servidor de
todos (Evangelio). Como Cristo, que no ha venido a ser servido, sino a
servir y a dar su vida por amor a Dios y a sus hermanos los hombres (Mc
10, 45). El amor de Cristo, que supera todo conocimiento (el “amor loco” de
la cruz, la sabiduría de la cruz) nos va llenando de la vida eterna de Dios,
de la que participamos si cumplimos sus mandamientos, cuya plenitud está
en el amor a Dios y al prójimo (oración colecta).
MARIANO ESTEBAN CARO