CICLO C
TIEMPO ORDINARIO
VIII DOMINGO
Es fundamental el mensaje de la segunda lectura de hoy: “La muerte ha
sido absorbida en la victoria. Dios nos da la victoria por nuestro Señor
Jesucristo. El aguijón de la muerte es el pecado. Manteneos firmes y
constantes. Trabajad siempre por el Señor, convencidos de que el Señor no
dejará sin recompensa vuestra fatiga”.
Cristo Resucitado ha vencido definitivamente al mal, al pecado y a la
muerte. Y nos ha hecho partícipes ya ahora de su vida inmortal. Cristo ha
resucitado. La muerte ya no tiene dominio sobre Él. “Muriendo destruy￳
nuestra muerte y resucitando restaur￳ la vida” (Prefacio I de Pascua). El
hombre Cristo Jesús, el Crucificado-Resucitado, ha sido plenamente
glorificado. Ha sido transformado totalmente. Del estado de muerte resucita
a una vida nueva. “Con su muerte dio muerte a la muerte. ᄀMuerta la
muerte, nos libr￳ de la muerte!…La vida muri￳, la vida permaneci￳, la vida
resucitó, y dando muerte a la muerte, con su muerte nos aportó la vida. Por
tanto, la muerte fue absorbida por la victoria de Cristo que es la vida
eterna” (San Agustín).
El acontecimiento de la resurrección de Cristo no es un milagro cualquiera
del pasado, que podría resultar indiferente para nosotros. Es un salto
cualitativo hacia una nueva vida, hacia un mundo nuevo. Su fuerza entra ya
en este mundo y es capaz de transformarlo. “Es el mayor evento de la
historia de la salvación y, más aún, podemos decir que en la historia de la
humanidad, puesto que da sentido definitivo al mundo” (Juan Pablo II).
Cristo Jesús, el Viviente para siempre, da la vida eterna ya a cuantos creen
en él. El resucitado es nuestro contemporáneo y nos hace partícipes de su
inmortalidad. La nueva vida que se concede a los creyentes como
consecuencia de la Resurrección de Cristo consiste en la victoria sobre el
pecado, el mal y la muerte, así como una nueva participación en la vida de
Dios mediante la gracia. Por la fe y el bautismo, que es el sacramento de la
fe, ya estamos injertados en Cristo. De Él recibimos la savia, la gracia, la
vida de Dios.
Ahora Cristo está vinculado a nosotros. El amor total y la entrega filial de
aquel hombre verdadero, Hijo de Dios verdadero, por ser eternos, infinitos,
hacen que su muerte y su resurrección sean decisivas y actuales para
nosotros. Cristo fue “entregado por nuestros pecados y resucitado para
nuestra justificaci￳n” (Rm 4, 25). Mientras vamos de camino por este
mundo recibimos la gracia de Dios, que es la vida de Dios, la gloria de Dios.
La victoria de Cristo es ya nuestra victoria.
Hemos resucitado con Cristo. No es una forma piadosa de hablar. Es una
realidad: participamos ya, mediante la gracia, de la vida, de la gloria de
Dios. Somos uno en Cristo. Participamos de su ser filial: Somos hijos de
Dios. Recibimos la vida de Dios, que llega a nosotros a través de la fe y el
bautismo. El sacramento del bautismo es muerte y resurrección,
transformación en una nueva vida. El bautizado puede decir con San Pablo:
“Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí” (Ga 2,20). Hemos sido
hechos uno en Cristo Jesús (Ga 3,28). “No s￳lo una cosa, sino uno, un
único, un único sujeto nuevo”, comenta Benedicto XVI. Injertados en Cristo,
recibimos la vida inmortal de Dios. Somos hijos de Dios en el Hijo único de
Dios. Llamados a vivir en comunión con Cristo (1 Cor 1,9) y participando de
la vida del Resucitado, los cristianos, como hombres nuevos, deben
orientar toda su vida hacia el Señor. Dice San León Mago en uno de sus
sermones: “Cristiano, reconoce tu dignidad. Puesto que ahora participas de
la naturaleza divina, no degeneres volviendo a la bajeza de tu vida pasada.
Recuerda a qué Cabeza perteneces y de qué Cuerpo eres miembro”.
Estamos llamados a vivir en comunión existencial con Cristo. En una
relación de persona a persona, de corazón a corazón. Cristo no es una
tradición, ni una costumbre: es una persona viva. “﾿Qué tengo que hacer
para heredar la vida eterna?”, le preguntaron a Jesús: Vivir con Cristo y
como Cristo, por la fe y el amor, cumpliendo los mandamientos. Para
heredar la vida eterna, la vida de Dios, la divinidad, hemos de vivir unidos a
nuestra cabeza por la fe y el amor. Y “en esto consiste el amor de Dios: en
que guardamos sus mandamientos” (I Jn 5, 3). En el Evangelio de San Juan
se pone de manifiesto la misma idea: “si guardáis mis mandamientos,
permaneceréis en mi amor”. Y el mandamiento del Se￱or es que nos
amemos unos a otros “como Él nos ha amado” (Jn 15, 10-12). Ésta será la
señal por la que se reconocerá a los cristianos. “Amarás al Se￱or tu Dios
con todo tu corazón y con toda tu alma con todas tus fuerzas y con todo tu
ser”, en una comuni￳n de coraz￳n a coraz￳n. Amarle con todo lo que somos
y tenemos. El amor a Dios ha de estar por encima de todas las cosas.
Hemos de amar al prójimo como a nosotros mismos. La religión cristiana se
resume en una sola cosa: “la fe que actúa por el amor” (Ga 5, 6).
Cristo nos llama a “participar en su relaci￳n con el Padre, y ésta es la vida
eterna. Jesús quiere entablar con nosotros una relación que sea el reflejo de
la relación que Él mismo tiene con el Padre: una relación de pertenencia
recíproca en la confianza plena, en la íntima comuni￳n” (Papa Francisco).
Para el cristiano toda la ley es la persona misma de Cristo. Así Ch. de
Foucauld en sus Escritos Espirituales escribi￳: “﾿Tu regla? Seguirme. Hacer
lo que yo haría. Pregúntate en todo: ¿Qué haría nuestro Señor? Y hazlo.
Ésta es tu única regla, pero también tu regla absoluta”.
Los mandatos del Señor son la voz de Dios, que nos habla en lo más íntimo
de nosotros mismos, en el fondo de la conciencia, en el corazón. No son
una imposición inalcanzable, sino un don de Dios, en orden a nuestro
crecimiento en el amor a Cristo Jesús, autor y guía de nuestra salvación, y
en el amor a nuestros hermanos.
Así es como daremos frutos de vida eterna y se reconocerá que nuestro
estar injertados en Cristo resucitado es una realidad. “El fruto muestra el
cultivo de un árbol” (primera lectura). Si morimos-vivimos con Cristo y
como Cristo, con él viviremos, ya ahora, la vida eterna, que es la vida de
Dios. “El que permanece en mi y yo en él, ése da mucho fruto” (Jn 15, 5). Y
si en todos los ámbitos de nuestra existencia, vivimos para Dios en la
sinceridad y la verdad, venciendo al mal con el bien, dando muerte al
pecado, viviremos la vida nueva en Cristo, que es camino, verdad y vida.
“Manteneos firmes y constantes. Convencidos de que el Señor no dejará sin
recompensa vuestra fatiga” (segunda lectura).
En esta idea insiste el Señor en el Evangelio de hoy: “No hay árbol sano que
dé fruto dañado, ni árbol dañado que dé fruto sano. Cada árbol se conoce
por su fruto. El que es bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca
el bien”. Dice San Gregorio Nacianceno: “Lo más divino en el hombre es
hacer el bien…no dejes pasar esta ocasi￳n de divinizaci￳n”.
MARIANO ESTEBAN CARO