Domingo 2 de Pascua (A)
“¡Oh Se￱or!, que yo no sea incrédulo, sino que crea” (Jn. 20 ,27)
Los Apóstoles están reunidos en el Cenáculo y el día de la Resurrección a la tarde, tras haber
confiado a los suyos la misión que había recibido del Padre: “como el Padre me envío, así los
envío yo“. Luego sopló sobre ellos y les da el Espíritu Santo diciéndoles: “a quienes perdonéis
los pecados, les serán perdonados; a quienes se los retuviéreis les serán retenidos”. Todavía
no ha llegado el momento para los apóstoles de otro signo frente a esta Iglesia naciente; pero
Jesús -el mismo día de su resurrección- derrama el Espíritu sobre ellos, dándoles el primer don
de su poder y maravillosamente conjugado con el don de la Cruz: el perdón. El don y la
persona del Espíritu Santo aparece como protagonista en los primeros momentos de la iglesia
primitiva, enviada a predicar el Evangelio, a perdonar los pecados y a bautizar a los que
creyeran. Ya, en la tarde del Jueves, les entregó el misterio de la Eucaristía, que junto al
perdón de los pecados, son sacramentos especialmente pascuales.
La fe seguirá siendo el tema de vital importancia en la vida de la Iglesia, y fijemos la atención
en la escena que sigue. Aquella tarde el Apóstol Tomás estaba ausente y cuando regresa los
Apóstoles le cuentan lo acaecido, pero Tomás no cree: “si no veo y meto mis dedos en el lugar
de sus clavos y mi mano en su costado no creeré” (Jn. 20, 25). Pasada una semana, Jesús
vuelve a aparecerse a los Ap￳stoles y mirando a Tomás le dice “mete acá tus dedos y mira mis
manos y tiende tu mano y métela en mi costado y en adelante no seas incrédulo, sino hombre
de fe” (Ib. 27). Es tanta la ternura del Salvador que, lejos de recriminar a Tomás por su
incredulidad, le mira con amor y se somete a las pruebas que el apóstol exige y Tomás se
quiebra en un gran acto de fe diciendo: ¡Señor mío y Dios mío!
La vida de Cristo y su anuncio encuentra obstáculos para su aceptación en el corazón. El ser
humano cuando no ve, duda y cree sólo en lo que percibe y toca con sus manos, se encierra
en sus sentidos y que vive por lo que perciben y a éstos trata de satisfacer. Llevar el mensaje
de Cristo resucitado no será fácil tarea y ha de requerir de gran paciencia, misericordia y amor
tanto al Evangelio que se predica, cuanto al hombre al que está destinado, que tantas veces
vive en el error o en la ignorancia de la fe.
“Porque me has visto, has creído. ¡Felices los que sin haber visto creerán!” (Ib. 29). Esta es la
bienaventuranza de los creyentes de todos los tiempos, el elogio a los pobres y sencillos de
corazón que buscan más allá de sí mismos y necesitan del consuelo y la fortaleza de Dios. La
fe y sólo la fe en Cristo resucitado sostenía a los creyentes de la iglesia primitiva y los llevaba a
celebrar los sacramentos, a alimentarse de ellos y proclamar que Jesús muerto y resucitado es
el Señor por quien fueron hechas todas las cosas y que con su resurrección las hace nuevas,
las renueva: “Yo hago nuevas todas las cosas” (Ap. 21,5). El otro apoyo de la primera
comunidad es el amor que se profesaban contagiado por el amor de Cristo e infundido en sus
corazones por el Espíritu Santo.
Así tendrá que ser la fe del hombre de hoy. La Iglesia vive de la fe en Cristo resucitado y se
sostiene por la fuerza del amor del Espíritu de Jesús “a quien amáis, sin haberlo visto, en quien
ahora creéis sin verle y os regocijáis con un gozo inefable y glorioso” (1 Pe. 8). La fe en Cristo
y la fuerza del testimonio de los Apóstoles en el amor era lo que mantenía unidos a los
primeros cristianos: “la muchedumbre de los que habían creído tenía un solo corazón y una
sola alma” (Hech. 4,32). Una fe tan fuerte que los llevaba a dejar todo incluso sus propios
bienes, compartirlos y seguir a Jesús. Todos se sentían hermanos en Cristo Jesús. Ojalá esta
Pascua de Resurrección nos una en la fe de tal manera que esa vida nueva que hemos
recibido se multiplique y trasforme no sólo nuestras vidas, sino también la vida de este mundo
de hoy, plasmando el Evangelio de tal modo que los hombres sientan que viven un mundo
renovado en la fe y el amor.
Que la Virgen, Señora de la Esperanza, nos aliente en la fe a Jesucristo el Señor.
+ Marcelo Raúl Martorell
Obispo de Puerto Iguazú