Comentario al evangelio del miércoles, 30 de abril de 2014
Queridos amigos y amigas:
Reconozco que a veces estoy un poco obsesionado con la increencia de la que los sociólogos levantan
acta en el ambiente en el que vivo. Y yo mismo la percibo en los criterios que se manejan en los
medios de comunicación social, en conversaciones con algunos conocidos, en la manera como se
conducen -al menos externamente- muchas de las personas que crean opinión.
¿Será verdad que Dios “no dice nada”? ¿Será verdad que su Palabra ha perdido crédito y ya no sirve
para iluminar y dar esperanza? Esto es lo que solemos decir, pero no acabo de estar convencido,
porque no es fácil describir la lucha interna que se da en el interior de cada uno de nosotros. A veces,
tras la increencia verbal, se agazapa una profunda y agónica inquietud religiosa. En otras ocasiones,
tras la apariencia de religiosidad, sólo hay costumbre y rutina.
¿A través de qué signos podemos entender que tanto amó Dios al mundo que le entregó a su propio
Hijo ? ¿Cómo experimentar este amor incondicional, inefable, en medio de nuestras pobres
experiencias de cada día? No se trata de una experiencia reservada a una élite, porque, de hecho,
quienes más profundamente perciben este misterio son, de ordinario, las personas sencillas.
Si hay tantos que dicen no percibir este amor, ¿no será prueba de que estamos viviendo una cultura de
la autoafirmación, del orgullo? ¿Cómo es posible que seamos sensibles a tantas cosas menores y
hayamos perdido sensibilidad para percibir lo único que realmente merece la pena?
Todas estas preguntas me las hago a mí mismo para caer en la cuenta de que estoy despierto y de que
todavía puedo estremecerme ante la revelación de Jesús: Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su
Hijo único para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga la vida eterna .
C.R.