Segunda Semana de Pascua
MIÉRCOLES
Dejarnos iluminar por la Pascua (III):
Ante la luminosa revelación del amor de Dios en el Crucificado
Juan 3, 16-21
“Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en
él no perezca, sino que tenga vida eterna”
El diálogo de Jesús con Nicodemo da un giro importante: la contemplación del
amor de Dios en la Cruz del Hijo. Se afirma claramente que detrás del
Crucificado está el mismísimo Dios, que este Dios lo la ofrecido y enviado por
amor a la humanidad entera, preocupándose por su salvación.
La Cruz de Jesús es, desde un punto de vista externo, un signo de cómo Él fue
despojado de todo poder, de cómo Dios lo había abandonado y de cómo la
crueldad humana había triunfado sobre sus reivindicaciones y sobre sus obras.
Pero en la Pascua queda claro que el Crucificado fue el enviado de Dios y en él
estableció cuáles eran sus caminos de salvación.
Entonces la Cruz permanece como símbolo del amor de Dios sin medida. Ella
demuestra cuán lejos es capaz de ir Dios y cuán lejos es capaz de ir Jesús al
jugársela toda por la humanidad.
En el Crucificado Dios responde a nuestros interrogantes: ¿Será que Dios me
ama? ¿A Dios le interesa mi destino? ¿Fuimos creados pero luego abandonados a
la impasibilidad de las leyes de la naturaleza y al mezquino juego de poder
humano?
El Crucificado nos dice que Dios ama al mundo y quiere su salvación. Su amor
tiene una intensidad y una medida tal, que si fuera posible, se debería decir:
“Dios ama al mundo, a nosotros, más que a su propio Hijo”. Dios no ha
abandonado al mundo. Antes bien, se compromete de tal forma que es capaz de
desprenderse de lo más querido y dar a su propio Hijo como don. Y todavía
más, lo expone a los peligros de esta misión, que caiga en mano de los
malhechores, que sea víctima de su ceguera y crueldad, que sea crucificado.
¡Tanto valemos nosotros a los ojos de Dios!
Lo que Dios quiere es que nuestra vida no se arruine y que alcancemos la
plenitud de nuestra vida. Para ello nos da a su Hijo.
Después de la creación (Jn 1,2), de la Ley (Juan 1,17) junto con los profetas y
tantas otras formas de su solicitud por nosotros, el Hijo es la última palabra y el
don más valioso que Dios le ha hecho a la humanidad. En el Hijo, Dios se ocupa
personalmente de nosotros, nos abre el camino de la salvación y nos atrae hacia
la comunión con él y hacia la vida eterna.
Pero Dios no busca nuestra salvación sin contar con nosotros, ni tampoco en
contra de nuestra voluntad. Se requiere que nos abramos a su amor increíble y
que creamos en su Hijo crucificado.
Sólo si reconocemos que el Crucificado es el único y predilecto Hijo de Dios, la
potencia de este amor de Dios puede invadirnos y obrar eficazmente dentro de
nosotros. Nuestra vida, entonces, resplandece bajo su luz y su calor. Nuestra
vida depende de nuestra fe.
¿Cómo acoger la luz resplandeciente de este amor para llenarnos de su fuerza
donadora de vida?
A ello se opone el extraño fenómeno según el cual los hombres prefieren más las
tinieblas a la luz (3,19). Hay razones para huir de esta luz y para buscar la
sombra de las tinieblas, razones que residen en el comportamiento humano.
Quien hace el mal evita instintivamente la luz. Quien hace el bien afronta la luz y
no la evita, porque no tiene nada que esconder.
Nuestro actuar concreto tiene una gran relación con nuestra fe:
(1) Es “bueno” lo que hacemos según Dios (3,21), escuchándolo, buscando
sinceramente poner en práctica su voluntad.
(2) Es “malo” cuando no actuamos según estos criterios, cuando no buscamos a
Dios, sino que perseguimos en egoistica autoafirmación nuestros planes y
nuestros deseos, aún contra la voluntad de Dios (3,20).
Quien se busca solamente a sí mismo, se cierra a Dios y corre el peligro de
permanecer cerrado ante la luminosa revelación de su amor.
Si no se toma en serio la voluntad de Dios, ¿cómo se va a creer en su amor?
Este amor lo alejaría de su propio egoísmo y le haría sentir todavía más su
propia dependencia de Dios. Quien busca siempre la comunión de Dios a través
de las obras, está abierto a la luz de su amor.
Por lo tanto, Jesús, el Crucificado, no es un pensamiento o una teoría, una
hipótesis o una fantasía, sino una auténtica realidad histórica. ¡Tan real es el
amor de Dios!
Para cultivar la semilla de la Palabra en el corazón:
1. ¿Me hago alguna idea del amor de Dios sin medida? ¿Para mí ese amor es
decisivo?
2. ¿Me doy cuenta de que en el mensaje de Jesús todo se fundamenta en Dios y
en la fe?
3. ¿Quién puede declararse sostenido por el amor de Dios y por su voluntad de
salvación?
Padre Fidel Oñoro CJM