III Domingo de Pascua o de la Divina Misericordia, Ciclo A
Jesús es nuestra protección, con Él vamos seguros, y al final será nuestra
heredad (que se aplica también a quien lo deja todo por Jesús)
Aquel mismo día, el domingo, iban dos de ellos a un pueblo llamado
Emaús, que distaba sesenta estadios de Jerusalén, y conversaban
entre sí sobre todo lo que había pasado. Y sucedió que, mientras
ellos conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y siguió con
ellos; pero sus ojos estaban retenidos para que no le conocieran.
Él les dijo: «¿De qué discutís entre vosotros mientras vais
andando?». Ellos se pararon con aire entristecido. Uno de ellos
llamado, Cleofás le respondió: «¿Eres tú el único residente en
Jerusalén que no sabe las cosas que estos días han pasado en
ella?». Él les dijo: «¿Qué cosas?». Ellos le dijeron: «Lo de Jesús el
Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras delante
de Dios y de todo el pueblo; cómo nuestros sumos sacerdotes y
magistrados le condenaron a muerte y le crucificaron. Nosotros
esperábamos que sería Él el que iba a librar a Israel; pero, con
todas estas cosas, llevamos ya tres días desde que esto pasó. El
caso es que algunas mujeres de las nuestras nos han sobresaltado,
porque fueron de madrugada al sepulcro, y, al no hallar su cuerpo,
vinieron diciendo que hasta habían visto una aparición de ángeles,
que decían que Él vivía. Fueron también algunos de los nuestros al
sepulcro y lo hallaron tal como las mujeres habían dicho, pero a Él
no le vieron».
Él les dijo: «¡Oh insensatos y tardos de corazón para creer
todo lo que dijeron los profetas! ¿No era necesario que el Cristo
padeciera eso y entrara así en su gloria?». Y, empezando por Moisés
y continuando por todos los profetas, les explicó lo que había sobre
Él en todas las Escrituras. Al acercarse al pueblo a donde iban, Él
hizo ademán de seguir adelante. Pero ellos le forzaron diciéndole:
«Quédate con nosotros, porque atardece y el día ya ha declinado».
Y entró a quedarse con ellos. Y sucedió que, cuando se puso a
la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se
lo iba dando. Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron,
pero Él desapareció de su lado. Se dijeron uno a otro: «¿No estaba
ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba
en el camino y nos explicaba las Escrituras?». Y, levantándose al
momento, se volvieron a Jerusalén y encontraron reunidos a los
Once y a los que estaban con ellos, que decían: «¡Es verdad! ¡El
Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!». Ellos, por su
parte, contaron lo que había pasado en el camino y cómo le habían
conocido en la fracción del pan” (Lc 24,13-35) .
1. Los discípulos de Emaús nos recuerdan el camino de nuestras
dudas e inquietudes, y a veces de nuestras amargas desilusiones, y cómo el
divino Caminante sigue haciéndose nuestro compañero para introducirnos,
con la interpretación de las Escrituras, en la comprensión de los misterios
de Dios. Cuando el encuentro llega a su plenitud, a la luz de la Palabra se
añade la que brota del «Pan de vida», con el cual Cristo cumple a la
perfección su promesa de «estar con nosotros todos los días hasta el fin del
mundo» (cf. Mt 28,20).
La «fracción del pan» —como al principio se llamaba a la Eucaristía—
ha estado siempre en el centro de la vida de la Iglesia. Por ella, Cristo hace
presente a lo largo de los siglos el misterio de su muerte y resurrección. En
ella se le recibe a Él en persona, como «pan vivo que ha bajado del cielo»
(Jn 6,51), y con Él se nos da la prenda de la vida eterna, merced a la cual
se pregusta el banquete eterno en la Jerusalén celeste.
"Iban aquellos dos discípulos hacia Emaús. Su paso era normal, como
el de tantos otros que transitaban por aquel paraje. Y allí, con naturalidad,
se les aparece Jesús, y anda con ellos, con una conversación que disminuye
la fatiga. Me imagino la escena, ya bien entrada la tarde. Sopla una brisa
suave. Alrededor, campos sembrados de trigo ya crecido, y los olivos viejos,
con las ramas plateadas por la luz tibia. Jesús, en el camino. ¡Señor, qué
grande eres siempre! Pero me conmueves cuando te allanas a seguirnos, a
buscarnos, en nuestro ajetreo diario. Señor, concédenos la ingenuidad de
espíritu, la mirada limpia, la cabeza clara, que permiten entenderte cuando
vienes sin ningún signo exterior de tu gloria" (San Josemaría Escrivá). Es el
encuentro de cada día con Jesús que pasa, que nos sale al encuentro en las
mil circunstancias de cada día, si ponemos los medios para verle, para
hablarle, para escucharle... Es el trato con Jesús, que “deja paso a la
intimidad divina, en un mirar a Dios sin descanso y sin cansancio. Vivimos
entonces como cautivos, como prisioneros. Mientras realizamos con la
mayor perfección posible, dentro de nuestras equivocaciones y limitaciones,
las tareas propias de nuestra condición y de nuestro oficio, el alma ansía
escaparse. Se va hacia Dios, como el hierro atraído por la fuerza del imán.
Se comienza a amar a Jesús, de forma más eficaz, con un dulce sobresalto"
(id.). "Se termina el trayecto al encontrar la aldea, y aquellos dos que -sin
darse cuenta- han sido heridos en lo hondo del corazón por la palabra y el
amor del Dios hecho Hombre, siente que se vaya. Porque Jesús les saluda
con ademán de continuar adelante. No se impone nunca, este Señor
nuestro. Quiere que le llamemos libremente, desde que hemos entrevisto la
pureza del Amor, que nos ha metido en el alma. Hemos de detenerlo por
fuerza y rogarle: continúa con nosotros, porque es tarde, y va ya el día de
caída, se hace de noche (...) Y Jesús se queda. Se abren nuestros ojos
como los de Cleofás y su compañero, cuando Cristo parte el pan; y aunque
El vuelva a desaparecer de nuestra vista, seremos también capaces de
emprender de nuevo la marcha -anochece-, para hablar a los demás de Él,
porque tanta alegría no cabe en un pecho solo. Camino de Emaús. Nuestro
Dios ha llenado de dulzura este nombre. Y Emaús es el mundo entero,
porque el Señor ha abierto los caminos divinos de la tierra" (id.).
San León Magno explica el profundo cambio que experimentan los
discípulos, en sus mentes y corazones: «Durante estos días, el Señor se
juntó, como uno más, a los dos discípulos que iban de camino y les
reprendió por su resistencia en creer, a ellos que estaban temerosos y
turbados, para disipar en nosotros toda tiniebla de duda. Sus corazones, por
Él iluminados, recibieron la llama de la fe y se convirtieron de tibios en
ardientes, al abrirles el Señor el sentido de las Escrituras. En la fracción del
pan, cuando estaban sentados con Él a la mesa, se abrieron también sus
ojos, con lo cual tuvieron la dicha inmensa de poder contemplar su
naturaleza glorificada». La Pascua de Jesús devuelve su belleza a todo lo
creado; es como si el mundo fuese creado nuevamente. Dice al respecto
San Ambrosio: "en ella (en la Pascua) resucitó el mundo, el cielo y la tierra;
en adelante habrá un cielo nuevo y una tierra nueva".
“Quédate con nosotros, / la tarde está cayendo. / ¿C￳mo te
encontraremos / al declinar el día, / si tu camino no es nuestro camino? //
Detente con nosotros; / la mesa está servida, / caliente el pan y envejecido
el vino. // ¿Cómo sabremos que eres / un hombre entre los hombres, / si
no compartes nuestra mesa humilde? / Repártenos tu cuerpo, / y el gozo irá
alejando / la oscuridad que pesa sobre el hombre. // Vimos romper el día /
sobre tu hermoso rostro, / y al sol abrirse paso por tu frente. / Que el
viento de la noche / no apague el fuego vivo / que nos dejó tu paso en la
mañana. // Arroja en nuestras manos, / tendidas en tu busca, / las ascuas
encendidas del Espíritu; / y limpia, en lo más hondo / del corazón del
hombre, / tu imagen empa￱ada por la culpa…
Porque anochece ya, / porque es tarde, Dios mío, / porque temo
perder / las huellas del camino, / no me dejes tan solo / y quédate
conmigo. / Porque he sido rebelde / y he buscado el peligro / y escudriñé
curioso / las cumbres y el abismo, / perdóname, Señor, / y quédate
conmigo. // Porque ardo en sed de ti / en hambre de tu trigo, / ven,
siéntate a mi mesa, / bendice el pan y el vino. / ¡Qué aprisa cae la tarde! /
¡Quédate al fin conmigo! Amén (himno de Vísperas).
“Te glorificamos, Padre santo, / porque estás siempre con nosotros
en el camino de la vida; / sobre todo cuando Cristo, tu Hijo, nos congrega /
para el banquete pascual de su amor. / Como hizo en otro tiempo con los
discípulos de Emaús, / él nos explica las Escrituras y parte para nosotros el
pan” (Plegaria Eucarística V).
2. Pedro habla sin los miedos que antes tenía; recuerda los milagros
de Jesús y su muerte y resurrección. Habla con la fuerza del "Espíritu de
verdad". En la Entrada decimos: «Aclamad al Señor tierra entera, tocad en
honor de su nombre, cantad himnos a su gloria. Aleluya» (Sal 65,1-2). Es
un tiempo de paciencia y esperanza: « Dios le resucitó [a Cristo]
librándole de los dolores de la muerte, pues no era posible que
quedase bajo su dominio ᄏ…
Es lo que indica el Salmo: profecía de la resurrección de Jesús, y
abandono confiado en Dios, en quien estamos seguros: “ Protégeme, Dios
mío, que me refugio en ti… “Tú eres mi bien.» / El Señor es el lote
de mi heredad y mi copa, / mi suerte está en tu mano…” Es Jesús
quien tiene como lote de su heredad al Señor, y también nos invita a vivir
su vida.
Me enseñarás el sendero de la vida, / me saciarás de gozo en
tu presencia, / de alegría perpetua ”... Así, todo será para bien, todo lo
reconduce el Señor hacia el bien, al final todo serán alegrías, por encima de
las tormentas de la tierra, de las cosas que no entendemos… “ porque no
me entregarás a la muerte / ni dejarás a tu fiel conocer la
corrupción ”.
Es lo que pedimos en la oración de postcomunión: « Mira, Señor,
con bondad a tu pueblo y, ya que has querido renovarlo con estos
sacramentos de vida eterna, concédele también la resurrección
gloriosa ».
3. Hemos sido rescatados “ a precio de la sangre de Cristo, el
cordero sin defecto ni mancha, previsto antes de la creación del
mundo y manifestado al final de los tiempos por nuestro bien.
Por Cristo vosotros creéis en Dios, que lo resucitó y le dio
gloria, y así habéis puesto en Dios vuestra fe y vuestra esperanza ”.
Hemos sido redimidos con la sangre de Cristo, el Cordero de Dios, y
Melitón dice: «Este es el Cordero que enmudecía y que fue inmolado; el
mismo que nació de María, la hermosa Cordera; el mismo que fue
arrebatado del rebaño, empujado a la muerte, inmolado al atardecer y
sepultado por la noche; aquél que no fue quebrantado en el leño, ni se
descompuso en la tierra; el mismo que resucitó de entre los muertos e hizo
que el hombre surgiera desde lo más hondo del sepulcro» (Homilía sobre la
Pascua 71).
Llucià Pou Sabaté