VI Domingo de Pascua/A
Hemos escuchado en el Evangelio un pasaje de los sermones de despedida de
Jesús, que el evangelista Juan nos ha dejado en el contexto de la Última Cena. La
liturgia quiere, al igual que Cristo en la última Cena, preparar el evento de
Pentecostés desvelando la identidad y misión del Espíritu Santo. En el contexto de
su partida, Cristo promete la presencia del Paráclito.
La gran promesa que nos hizo Cristo fue el envío del Espíritu Santo, tercera
persona de la Santísima Trinidad, don del Padre a los que por la fe y el amor se
entregan a Cristo. Es también el Espíritu de Verdad, fuente de vida y de santidad
para toda la Iglesia.
Cristo en este Evangelio expresa al Espíritu Santo con la palabra Paráclito, que
viene del griego parakletos . La traducción literal sería "uno llamado de cerca", por
tanto alguien que es llamado a ayudar y de ahí se tradujo al latín en advocatus,
abogado. Otra acepción que nos ilumina es la de "interceder, apelar, suplicar". Por
tanto, El Espíritu Santo es un intercesor, un portavoz, un protector amigo. La
acepción más conocida es "Consolador". Por último tiene la acepción de designar la
acción de exhortación y enardecimiento que se encuentra en la predicación de los
primeros cristianos.
El Paráclito es un maestro y un guía de los discípulos. Así se entiende cómo
Felipe va a un pueblo semipagano, odiado por los judíos por ser apóstatas, y les
predica el Evangelio. La fuerza del Espíritu será confirmada con la imposición de
manos de Juan y Pedro. Desde entonces existe solidaridad y participación en la
misma gracia, excluidos de la comunidad judía entran a formar parte de la
comunidad cristiana por iniciativa del Espíritu Santo.
Y San Basilio al habla del Paráclito prometido por Jesús dice que “Se le llama
Espíritu porque Dios es Espíritu (Jn 4, 24), y Cristo Señor es el espíritu de nuestro
rostro. Le llamamos santo como el Padre es santo y santo el Hijo. La criatura recibe
la santificación de otro, pero para el Espíritu la santidad es elemento esencial de su
naturaleza. Él no es santificado, sino santificante. Lo llamamos bueno como el
Padre es bueno y bueno aquel que ha nacido del Padre bueno; tiene la bondad por
esencia. Él es, sin embargo, el Señor Dios, porque es verdad y justicia y no sabrá
desviarse ni doblegarse, en razón de la inmutabilidad de su naturaleza. Es llamado
Paráclito como el Unigénito, según la palabra de éste: “Yo rogaré al Padre y él os
enviará otro Paráclito” (Jn 14,16).
Por tanto, por la intervención de Jesús, el Padre enviará a los discípulos
el Espíritu Santo. El hecho de que el Padre dé el Espíritu Santo a los discípulos de
su Hijo Jesús, implica que quiere estar en ellos, como ellos están en el Hijo y el Hijo
está en él. El Espíritu une la Trinidad y a los discípulos, y hace de la existencia de
los discípulos una existencia de comunión con Dios y entre nosotros. Pero los
discípulos sólo recibirán el don del Espíritu si se mantienen unidos a Jesús, si
guardan su palabra, palabra que se ha hecho relación (1,14), comida y bebida
(6,55), donación libre por amor (10,17-18). Jesús nos promete su presencia. No
nos deja solos, porque quiere que vivamos la vida que vive desde siempre al lado
del Padre, una vida de comunión, una vida de amor en plenitud, una vida libre y
feliz para siempre. Por eso, el Padre nos dará el Espíritu, para que éste haga manar
de los corazones de los creyentes ríos de agua viva (7,38-39). El Espíritu prometido
transformará nuestros corazones para que sirvamos y amemos como Jesús, y nos
acompañará siempre en nuestro camino hacia la comunión con Dios y entre
nosotros.
Dios ha dejado la guía de la Iglesia en manos del Espíritu Santo. El Espíritu
Santo es el que, como dice Jesús, ‘nos enseñará todo’ y hará que recordemos lo
que Jesús nos enseñó. El Espíritu Santo es la presencia viva de Dios en la Iglesia.
Es quien hace andar a la Iglesia, el que hace caminar a la Iglesia. Cada vez más,
más allá de los límites, más adelante. El Espíritu Santo, con sus dones, guía a la
Iglesia. No se puede entender la Iglesia de Jesús sin el Paráclito, que el Señor nos
envía para eso. Y toma decisiones impensables, ¡impensables! Por usar una palabra
de San Juan XXIII, es precisamente el Espíritu Santo quien ‘aggiorna’ la Iglesia: de
verdad, la actualiza y la hace avanzar.
Los cristianos debemos pedir al Señor la gracia de la docilidad al Espíritu
Santo. La docilidad a este Espíritu que nos habla en el corazón, que nos habla en
las circunstancias de la vida, que nos habla en la vida eclesial y en las comunidades
cristianas, que nos habla siempre.
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)