VI DOMINGO DE PASCUA, CICLO A
Hch 8, 5-8. 14-17; Sal 61; 1Pe 3, 15-18; Jn 14, 15
Si me amáis, guardaréis mis mandamientos; y yo pediré al Padre y os dará otro
Paráclito, para que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad, a
quien el mundo no puede recibir, porque no le ve ni le conoce. Pero vosotros le
conocéis, porque mora con vosotros. No os dejaré huérfanos: volveré a
vosotros. Dentro de poco el mundo ya no me verá, pero vosotros si me veréis,
porque yo vivo y también vosotros viviréis. Aquel día comprenderéis que yo
estoy en mi Padre y vosotros en mí y yo en vosotros. El que tiene mis
mandamientos y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ame, será
amado de mi Padre; y yo le amaré y me manifestaré a él.
En el presente Tiempo Pascual la Iglesia a través de la liturgia nos ayuda a ver,
como el espíritu de Cristo Resucitado, cuando es comunicado y recibido, obra
transformando el corazón de los hombres: de hombres pusilánimes, tristes, sin
esperanza, cobardes, traidores; en personas que expresan en sus palabras y en
sus obras la acción de Dios en ellos y que estas gracias recibidas son para
comunicarlas a sus oyentes y para que obren en aquellos que creen en las
palabras de estos testigos del evangelio. Los primeros cristianos a través de las
lecturas que hemos escuchado aparecen como otros Cristos: luz y sal de la
tierra.
El Salmo responsorial en su antífona nos dice: “…grandes son las obras del
Se￱or…”, pues en la primera lectura vemos a los discípulos dirigirse a los
paganos, pues de esta manera se cumple lo que Cristo anunció antes de su
partida: “…Id por todo el mundo…”. Es así que los primeros discípulos-apóstoles
a través de la predicación veían como había la necesidad de ir creando pequeñas
comunidades cristianas para que vivieran en la fe y en el espíritu del Resucitado.
Es importante señalar como la acción del Espíritu Santo se va viendo en los
primeros momentos de la vida cristiana, como en nuestros días, pues como
actúa el Espíritu Santo no solo está en que recrea al hombre que acoge la Buena
Nueva del Evangelio, sino que en el accionar del Espíritu Santo va formándose y
configurándose el Cuerpo de Cristo: la Iglesia.
Así tenemos en la segunda lectura que San Pedro invita a los creyentes, si son
requeridos, a dar razón de su esperanza. Podríamos entonces preguntarnos:
¿qué significa dar razón de nuestra esperanza? Muchas veces creemos que dar
razón de nuestra esperanza es hablar de Dios, de su doctrina, de los
mandamientos o de alguna indicación de la Iglesia, eso no está mal, pero
sustancialmente eso no es dar razón de nuestra esperanza. Cuando el Apóstol
Pablo dice: “…ya no soy yo es Cristo que habita en mí…”; el Ap￳stol en esta
afirmación comienza a dar razón de su esperanza, porque hacerlo significa
testificar aquello de lo que Dios ha hecho y está haciendo en nuestra vida, es
dejar ver la acción de Dios en nosotros, donde nosotros no somos los
importantes sino hacer ver que en nuestra vida Dios es el importante, que Él es
la luz de nuestra vida, la sal de nuestra vida; Él sala mi matrimonio, Cristo sala
mi trabajo, Cristo sala mis afectos, Él es la luz de mi camino, luz de mi vida, la
luz para poder educar a los hijos, la luz para aceptar y comprender que me he
equivocado y pedir perdón. Dar razón de nuestra esperanza es anunciar y
testificar que Cristo es la roca de nuestra vida y que Dios es nuestro Padre.
De esta manera, el evangelio que hemos escuchado cuando Cristo dice: “…si me
aman guardarán mis mandamientos…”, está conteniendo lo que San Pedro ha
dicho en la segunda lectura, si damos razón de nuestra esperanza es porque
Cristo es nuestra esperanza, y si Cristo es nuestra esperanza vivo en el amor en
Cristo que nos une al Padre. Pero, como la condición del hombre es frágil, el
corazón del hombre es voluble, Dios en su gran amor conociendo nuestra
realidad nos ha enviado un Consolador: el Espíritu Santo. Pues el creyente en la
Gracia y Fortaleza del Espíritu Santo puede vivir y gozar del amor de Dios.
Nuestro Papa emérito Benedicto XVI, en su carta La Caridad en la verdad nos
dijo: “…el avance tecnol￳gico ha acercado al hombre todo conocimiento…”, pero
el hombre de hoy vive una gran soledad, pues el hombre que no ha escuchado la
Buena Nueva del Evangelio, hoy vive en el mundo como un huérfano, pues esta
orfandad es como una realidad de desamparado, de soledad, y esta soledad no
es física sino que es una soledad del corazón, de carencia de amor. Por eso el
evangelio de hoy es una Buena Noticia en este tiempo Pascual, porque la muerte
y resurrección de Jesucristo ha roto y ha vencido toda imposibilidad e
incapacidad del hombre que en otros tiempos no podía perdonar ni reconciliarse,
ni aceptar al otro con sus diferencias, por eso en el amor de Cristo el hombre
puede amar a su hermano, perdonarlo y aceptarlo. En este sentido se entiende
cuando Cristo dice en el presente evangelio que el mundo no puede recibir el
Espíritu de la Verdad, pues Dios mira el corazón del hombre, y es así que el
Espíritu obra y hace morada en aquel que así como la Virgen María, se abre a los
designios de Dios.
Estimados hermanos pidamos al Señor que disponga nuestro corazón, lo haga
dócil para que la Nueva Alianza que Cristo ha sellado con su sangre derramada
en la cruz, participemos de esta Nueva Creación y nuestra vida resplandezca de
belleza en el amor de Dios, y podamos decir como el autor del libro del Génesis
cuando narra la creaci￳n: “…y todo lo hizo bien…”. Al respecto las palabras de
nuestro Santo Juan Pablo II: “…"Él dará testimonio de mí; y también vosotros
daréis testimonio, porque desde el principio estáis conmigo" (Jn 15, 26-27).
Estas palabras encierran toda la lógica de la Revelación y de la fe, de la que vive
la Iglesia: el testimonio del Espíritu Santo, que brota de la profundidad del
misterio trinitario de Dios, y el testimonio humano de los Apóstoles, vinculado a
su experiencia histórica de Cristo. Uno y otro son necesarios. Más aún, si lo
analizamos bien, se trata de un único testimonio: el Espíritu sigue hablando a los
hombres de hoy con la lengua y con la vida de los actuales discípulos de
Cristo…” (Juan Pablo II, Homilía en la Vigilia de Pentecostés, 10 de junio de
1980).
Pbro. Oscar Balcázar Balcázar