LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR, CICLO A
(Hechos 1:1-11; Efesios1:17-23; Mateo 28:16-20)
Todavía muchos dicen: “Jueves de Ascensi￳n”. Piensan que tanto como es
Miércoles de Ceniza, es Jueves de Ascensión. Sin embargo, por cincuenta años
en casi todas partes no se ha celebrado la Ascensión en jueves. Para asegurar
que tanta gente como posible asista en la celebración, se ha transferido la
Ascensión al domingo.
“¿Pero no es que la Ascensi￳n del Se￱or tuviera lugar en el cuadragésimo día
después de su resurrecci￳n?” objetan algunos. No es cierto. El Evangelio
según San Lucas reporta que Jesús ascendió la noche de la resurrección en
Betania, cerca Jerusalén. Es los Hechos de los Apóstoles, también escrito por
San Lucas, que indica la Ascensión en el cuadragésimo día como hemos
escuchado en la primera lectura hoy. Tampoco congruente con la información
del Evangelio de Lucas, los Hechos reporta el sitio de la Ascensión como el
Monte de Olivos. El Evangelio de Mateo no habla exactamente de la Ascensión
pero se ha entendido el pasaje evangélico de nuestra misa como el suceso que
anticipa ella. Dice que tuvo lugar en Galilea, bastante lejos de Jerusalén, sin
mencionar el día. San Marcos reporta la Ascensión pero no menciona ni el sitio
ni el día. En el Evangelio según San Juan se indica que Jesús va a dejar el
mundo pronto cuando dice a María Magdalena al día de la resurrecci￳n: “’No
me retengas, porque todavía no he subido a mi Padre…’” pero no se describe el
evento.
Aunque no se acuerdan ni en el día ni en el lugar de la Ascensión, los cuatro
evangelios son unánimes en el mensaje de Jesús a sus discípulos antes de que
suba al cielo. Ellos han de predicar la buena noticia a través del mundo. Su
mandato es el más explícito en el Evangelio de la misa hoy de San Mateo.
“’Vayan y ense￱en – les dice -- a todas las naciones’”. Estas palabras dan eco
en nuestros oídos. Es menester de todos nosotros – laicos tanto como
sacerdotes y religiosas – contar al mundo de Jesús. Tenemos que mostrar
como el camino a la felicidad que la gente busca no es por planear
asiduamente el retiro sino por seguir sinceramente las bienaventuranzas.
Si la vía a la felicidad eterna es por una vida santa, no es que no haya gozo en
el camino. Al contrario, somos alegres porque conocemos el amor de
Jesucristo. Un capellán fue a bautizar a un hombre muriendo de SIDA en un
asilo atendido por las Hermanas de Beata Teresa de Calcuta. Le preguntó al
enfermo por qué quería ser bautizado. El hombre respondi￳: “Todo lo que sé
es que soy infeliz y estas hermanas son muy felices, aun cuando las maldigo y
las escupo. Ayer por fin les pregunté por qué son tan felices. Respondieron,
‘Jesús’. Quiero a este Jesús para que sea yo finalmente feliz”. Cuando
cumplimos el mandato de Jesús de proclamar el evangelio, tenemos que
hacerlo con el gozo. Una sonrisa vale un título en la teología cuando hablamos
de quien es Jesús. Si estamos siempre criticando a los demás, quejándonos de
nuestra suerte, y preocupándonos de lo que pueda pasar, nadie va a creer
nuestro testimonio sobre la bondad del Señor.
Al final de la primera lectura dos ángeles aparecen a los discípulos. Les
preguntan por qué están parados mirando el cielo como si debieran ya haberse
marchado a contar al mundo de Jesús. Con aún más razón se puede dirigir
esta pregunta a nosotros. Por nuestras sonrisas, por nuestra caridad a los
débiles, por nuestros testimonios de Jesús alumbrando nuestras vidas,
deberíamos estar declarando a todos que sí Jesús vive. Él ha resucitado de la
muerte para asegurar la felicidad eterna. Sí, Jesús vive.+
Padre Carmelo Mele, O.P.