Encuentros con la Palabra
Solemnidad de Pentecostés – Ciclo A (Juan 20, 19-23)
“Paz a ustedes”
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.*
Fray Timothy Radcliffe, antiguo Maestro General de la Orden de Predicadores, comentaba
hace algún tiempo el texto bíblico que nos propone la liturgia del domingo de Pentecostés.
En su libro, El oso y la monja (Salamanca, San Esteban, 2000, 89-92), llamaba la atención
sobre el abismo que existe en entre la paz que buscamos nosotros, y la paz que el Señor
nos regala. Cuando los once discípulos estaban encerrados en una casa por miedo a los que
habían matado al Profeta de Galilea, el Resucitado vino hasta ellos y les dijo: “¡La paz sea
con ustedes!” y ellos “se alegraron de ver al Se￱or”. Pero la paz que les traía los iba a sacar
de la paz del encierro y la soledad... En seguida les dijo: “Como el Padre me envi￳, también
yo los envío”. El Resucitado los desinstala, los saca de su escondite, de su búsqueda
egoísta de seguridad. La paz que el Señor nos trae, no siempre se parece a la nuestra...
Casi siempre buscamos la paz encerrándonos en nosotros mismos y evitando todos los
riesgos de la construcción colectiva de nuestras comunidades y de nuestra sociedad. En
esto nos parecemos a los discípulos. Tenemos miedo a ser heridos y salir lastimados... Hay
que reconocer que este miedo no es puro invento. Efectivamente, tenemos experiencia de
haber sido heridos muchas veces en nuestras relaciones con los demás y procuramos evitar
el dolor y el sufrimiento que produce este choque. Pero también sabemos que cuando nos
encerramos y nos aislamos de los demás y del mundo, gozamos apenas de una paz a
medias; es una paz frágil que en cualquier momento se desvanece en nuestras manos.
Nos encerramos en una paz frágil porque tenemos miedo al cambio, miedo a los demás,
miedo a ser sacados de nuestro nido. El miedo nos paraliza, nos bloquea, nos confunde.
Hemos desarrollado una serie de tácticas para cerrar nuestras vidas a ese Dios que quiere
sacarnos de nuestro encierro. Echamos llave, literalmente, a nuestros conventos, a nuestras
casas, a nuestra habitación, de modo que nadie pueda acercarse a perturbar nuestras vidas
con sus insistencias, con sus invitaciones, con sus interpelaciones. Podemos encerrarnos
también en el exceso de trabajo... Paradójicamente, llegamos incluso a utilizar la oración
para mantener a Dios fuera. Podemos dedicar horas y horas a la oración, recitando palabras
y repitiendo frases, sin ofrecer a Dios un momento de silencio porque cabe la posibilidad de
que nos diga algo que altere nuestra aparente paz y nuestra tranquilidad acomodada.
Pero el Señor se las arregla para irrumpir en nuestro interior con el soplo de su Espíritu y,
aún teniendo las puertas cerradas, como los discípulos en el cenáculo, El viene a
inquietarnos y a salvarnos de nuestra aparente paz. Esa es la Buena nueva de hoy. Que el
Señor no se cansa de entrar en nuestras vidas para ofrecernos SU paz. Una paz que nos
abre a los demás con el riesgo de ser heridos. Las heridas de las manos y el costado es lo
primero que les enseña el Resucitado a los discípulos cuando les anuncia su paz... Se trata,
entonces, de una paz conflictiva, ‘ag￳nica’, como diría don Miguel de Unamuno... Es una paz
que abre desde fuera nuestros sepulcros para que no sigamos viviendo como muertos, sino
para que vivamos una vida plena y auténtica, es decir, llena de preguntas y de problemas,
pero iluminada por Dios que es el que nos ofrece la auténtica vida en abundancia.
* Sacerdote jesuita, Decano académico de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Javeriana – Bogotá
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