Encuentros con la Palabra
Solemnidad de la Santísima Trinidad – Ciclo A (Juan 3, 16-18)
“Acertijo o Misterio”
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.*
Hace ya muchos años, viajé con algunos compañeros jesuitas a una zona rural del municipio
de Marulanda, Caldas, para tener una misión entre los campesinos de la zona. Para los que
no conocen, Caldas está en la región central del país, pero con una orografía muy cerrada.
Hay muchos pueblos, pero la comunicación entre ellos no es fácil, porque las montañas son
monumentales... Pasar de una cima a la otra, atravesando las hondas quebradas, es una
proeza digna de titanes.
Llegamos a la escuelita de la vereda y nos encontramos con un grupo de niños que no
tenían ninguna instrucción religiosa y que no conocían nada, más allá de lo que dejan ver
estas colosales montañas que los rodean por todas partes. Nos tocaba prepararlos para la
primera comunión, que tendríamos el último día de la misión. Cuando me senté con uno de
mis compañeros a pensar sobre la mejor forma de llegar a los niños, nos pareció que
debíamos comenzar por lo más sencillo: enseñarles a darse la bendición, pues ni siquiera
esto sabían. Ustedes no alcanzan a imaginarse el enredo que se nos formó cuando tratamos
de explicarles que Dios era Padre, Hijo y Espíritu Santo... Los niños nos miraban con una
cara de admiración, como quien se asoma a un abismo insondable, como los que teníamos
a nuestro alrededor.
Es un lugar común decir que es muy difícil predicar sobre la Santísima Trinidad; pero yo creo
que la dificultad no está sólo en el que predica, sino también en el feligrés que se sienta en la
banca a escuchar un acertijo que no acaba de entender nunca... “Tres personas divinas y un
solo Dios verdadero”, decían nuestros abuelos... La mejor explicación de este misterio de la
Santísima Trinidad la leí en san Agustín, que solía decir: "Aquí tenemos tres cosas: el
Amante, el Amado y el Amor"; un Padre Amante, un Hijo Amado y el vínculo que mantiene
unidos a los dos, el Espíritu Amor.
En último término, de lo que se trata es del misterio del amor en el cual estamos insertos:
“Pues Dios amó tanto al mundo, que dio a su Hijo único, para que todo aquel que cree en él
no muera, sino que tenga vida eterna”. El amor de Dios, como el nuestro, no puede
entenderse sino como entrega generosa y despojo de sí mismo. El amor supone un éxodo
del amante hacia el amado, y de éste hacia aquél. San Ignacio de Loyola lo expresa muy
bien en su famosa Contemplación para alcanzar amor : “El amor consiste en comunicación
de las dos partes, es a saber, en dar y comunicar el amante al amado lo que tiene, o de lo
que tiene o puede, y así, por el contrario, el amado al amante; de manera que si el uno tiene
ciencia, dar al que no la tiene, si honores, si riquezas, y así el otro al otro” (EE 231).
Tal vez a los niños de aquella lejana vereda de Marulanda lo único que les quedó claro fue
que Dios nos había enviado hasta allí para acompañarlos en su crecimiento en la fe y para
expresarles su amor hacia ellos. Y esto mismo los pudo impulsar a amar un poco más a este
Dios misterioso y a sus hermanos y hermanas, en quienes se quedó viviendo para siempre.
* Sacerdote jesuita, Decano académico de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Javeriana – Bogotá
Si quieres recibir semanalmente estos “Encuentros con la Palabra ”,
puedes escribir a herosj@hotmail.com pidiendo que te incluyan en este grupo.