SOLEMNIDAD DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD (A)
Homilía del P. Carles M. Gri, monje de Montserrat
15 de junio de 2014
Ex 34,4 b-6.8-9 / 2Cor 13,11-13 / Jn 3,16-18
Queridos hermanos, queridas hermanas: San Agustín nos ha dejado un vestigio para
comprender de alguna manera el misterio íntimo de Dios verdadero uno y trino.
Razona en estos términos: los seres más imperfectos -una piedra, una planta- no
tienen conciencia de su propio existir, ni tampoco son capaces de amarse y valorarse
a sí mismos. Pero a medida que subimos en la escala de los seres llegamos a unas
entidades más perfectas -el hombre por ejemplo- las cuales ya tienen capacidad de
conocerse a sí mismas y de autoestima. Esta doble capacidad también se encuentra
-elevada al infinito- en el Ser perfectísimo, que es Dios. Así, pues, Dios tiene
existencia y, además, existe con autocomprensión y autoestima. Su ser, su
conocimiento y su amor, rigurosamente simples e infinitos a la vez, generan una triple
relación personal dentro de la unidad divina.
He aquí esbozado a grandes rasgos el vestigio del Dios-Trinidad descubierto por el
pensamiento profundo del obispo de Hipona, analizando el ser humano creado a
imagen y semejanza de su creador. Tomás de Aquino retomará e intentará profundizar
esta doctrina so0bre la base de la categoría metafísica de la relación. Y con enfoques
análogos, también lo hará toda la tradición teológica subsiguiente.
Sin embargo, la luz más clara de este misterio brilla en la vida y en la doctrina de
Cristo, Verbo, Palabra y Pensamiento del Padre que se ha hecho carne en nuestra
historia de hombres y mujeres que peregrinamos por los caminos del tiempo y de la
finitud en ruta hacia la eternidad.
Cristo, en efecto, ha empezado a llamar a Dios con la palabra entrañable -infantil, si se
quiere- de Abbá, la cual puede ser traducida por: padre o papá . Esta expresión es el
signo de un conocimiento, de una confianza, de una ternura hacia Dios desconocida
hasta entonces. Esta palabra, junto con las categóricas afirmaciones de Jesús sobre
su unidad e identidad con Dios-Padre, nos descubren la existencia de la relación
Padre-Hijo en el seno escondido del Dios viviente.
Pero Cristo no nos habla sólo del Padre, Cristo nos promete y nos envía su Espíritu.
Nos lo da, como hemos constatado en Pentecostés, como el don supremo, como el
que nos ha de conducir a la verdad completa y ser al mismo tiempo el alma y el apoyo
de toda la Iglesia. En último término el Espíritu es el amor recíproco que une en eterno
diálogo el Padre y el Hijo y a nosotros mismos en ellos. Es por ello que en el bautismo
somos sumergidos, consagrados, en el misterio trinitario del Padre, del Hijo y del
Espíritu Santo, tal como dice Jesús en el Evangelio de San Mateo : Id y haced
discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado (Mt 28, 19-20).
Así, pues, el verdadero Dios no es soledad sino alteridad, no es mutismo estéril sino
diálogo fecundo. El destino del hombre, el destino, por lo tanto, de todos y de cada uno
de nosotros, es configurar-nos con Cristo a fin de participar en él en este eterno
diálogo de verdad, de amor y de vida. Toda nuestra existencia debe ser sellada por
esta vivencia del misterio trinitario. En todo debemos encarnar el diálogo eterno de luz
y de amor con obras concretas que enciendan en el corazón de los hombres
esperanza y solidaridad, fe y certeza, caridad y comunión. ¡Que así sea!