Comentario al evangelio del jueves, 19 de junio de 2014
Padre nuestro
“He aprendido a vivir cuando he aprendido a orar ” decía San Agustín. La oración es la verdadera
protagonista de la historia, maestra de vida. Quien ora entra en el flujo de la historia guiada por Dios.
Todo orante se hace parte de la historia de la salvación como hijo y como hermano. Se sitúa en la
honda de las intenciones últimas de Dios, arquitecto y constructor de la historia. Quien reza el
Padrenuestro no se convierte en un charlatán. Rezar el Padrenuestro, como nos ha enseñado Jesús, es
una pedagogía que nos lleva a lo esencial, a poner a Dios en el primer lugar, sintiendo a los otros como
hermanos. Por ello Jesús une ambas cosas cuando nos invita a rezar: Padrenuestro... La Iglesia jamás
se ha cansado de obedecer al Maestro repitiendo varias veces todos los días: Padrenuestro...
Hay, sin embargo, algo que a veces no se hace bien. He observado en no pocas celebraciones, cómo el
presidente, cuando invita a iniciar la oración dominical en la liturgia, él mismo se adelanta diciendo en
voz alta las palabras “Padre nuestro...”, a la que se une la asamblea continuando: “...que estás en los
cielos...” Nunca me ha gustado esta forma de proceder que impide pronunciar y oír juntos dos palabras
claves. Dos palabras que, sin separarse jamás, deberían convertirse en oración incesante, en murmullo
ininterrumpido, en perpetua toma de conciencia de nuestra condición de hijos y hermanos. Unas
palabras que, con la fuerza de su divina erosión, nos transformara el alma: ¡Padre nuestro!
Recemos al Padre pidiéndole que Él se haga sentir en la historia y se muestre santo a todos–porque son
muchos los que creen que no existe o le tienen miedo-. Supliquemos que los hombres tengamos
experiencia de su Reino en medio de nosotros y que nos decidamos de una vez por todas a cumplir
sobre la tierra “su voluntad”. La voluntad de Dios es la comunión, el empeño por hacernos hermanos
de los demás.
Todo esto no es fácil cuando el egoísmo manda. Por eso elevemos otra súplica: “Danos hoy el pan
nuestro de cada día”; esto es, que haya pan para todos, que los hombres no impidamos que el pan
llegue a la mesa de los pobres. Y añadimos: “Perdona nuestras deudas, como nosotros también las
perdonamos...”: Porque ser comensales es, ante todo, obra de reconciliación. Sólo cuando nos hayamos
reconciliado, todos nos sentiremos plenamente en casa. Y así Dios nos ayudará a no caer en las
tentaciones. Dios no nos induce a ninguno a la tentación. Es Él quien, por el contrario, nos libra del
mal, de ese mal que nos enfrenta a unos contra otros y nos convierte en hermanos separados. Un mal
que proviene de aquel que siembra la discordia en el mundo, del Maligno. Por eso, rezamos con fuerza
la última petición que nos propone Jesús.
La reconciliación es, pues, condición inaplazable para que la oración que Jesús nos enseña suene como
verdadera y sincera en nuestros labios. Seamos hermanos y elevemos a Dios como Padre. Es absurdo
que lo hagamos en la discordia. Por eso, aprender a rezar el Padrenuestro es aprender a vivir.
Juan Carlos Martos
( martoscmf@claret.org )
Juan Carlos Martos, cmf