XV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
El Señor fecunda la tierra que es nuestro corazón, para que podamos
acoger su palabra, y dar mucho fruto
«Aquel día salió Jesús de casa y se sentó a la orilla del mar. Se
reunió junto a él tal multitud que hubo que subir a sentarse en una
barca, mientras toda la multitud permanecía en la orilla. Y se puso a
hablarles muchas cosas en parábolas, diciendo: He aquí que salió el
sembrador a sembrar. Y al echar la semilla, parte cayó junto al
camino y vinieron los pájaros y se la comieron. Parte cayó en
terreno rocoso, donde no había mucha tierra y brotó pronto por no
ser hondo el suelo; pero al salir el sol, se agostó y se secó porque no
tenía raíz. Otra parte cayó entre espinos; crecieron los espinos y la
sofocaron. Otra, en cambio, cayó en buena tierra y dio fruto, una
parte el ciento, otra el sesenta y otra el treinta. El que tenga oídos,
que oiga. Los discípulos se acercaron a decirle: ¿Por qué les hablas
en parábolas? Él les respondió: A vosotros se os ha dado conocer los
misterios del Reino de los Cielos, pero a ellos no se les ha dado.
Porque al que tiene se le dará y abundará, pero al que no tiene
incluso lo que tiene se le quitará. Por eso les hablo en parábolas,
porque viendo no ven, y oyendo no oyen ni entienden. Y se cumple
en ellos la profecía de Isaías, que dice:
Con el oído oiréis, pero no entenderéis, con la vista miraréis,
pero no veréis. Porque se ha embotado el corazón de este pueblo,
han hecho duros sus oídos, y han cerrado sus ojos; no sea que vean
con los ojos, y oigan con los oídos, y entiendan con el corazón y se
conviertan, y yo los sane.
Bienaventurados, en cambio, vuestros ojos porque ven y
vuestros oídos porque oyen. Pues en verdad os digo que muchos
profetas y justos ansiaron ver lo que vosotros estáis viendo y no lo
vieron, y oír lo que vosotros estáis oyendo y no lo oyeron.
Escuchad, pues, la parábola del sembrador. Todo el que oye la
palabra del Reino y no lo entiende, viene el Maligno y arrebata lo
sembrado en su corazón: esto es lo sembrado junto al camino. Lo
sembrado sobre terreno rocoso es el que oye la palabra, y al punto
la recibe con alegría; pero no tiene en sí raíz, sino que es
inconstante y, al venir una tribulación o persecución por causa de la
palabra, en seguida tropieza y cae. Lo sembrado entre espinos es el
que oye la palabra, pero las preocupaciones de este mundo y la
seducción de las riquezas sofocan la palabra y queda estéril. Por el
contrario, lo sembrado en buena tierra es el que oye la palabra y la
entiende, y fructifica y produce el ciento, o el sesenta, o el
treinta.» (Mateo 13, 1-23)
1. " Aquel día salió Jesús de casa y se sentó junto al lago ..."
(Mt 13,1). La gente se arremolina en torno a Jesús, sus palabras tienen el
sabor de lo nuevo, su mirada es limpia y frontal, su gesto sereno y
atrayente, su conducta valiente y franca... Por otra parte aparece sencillo,
amigo de los niños, inclinado a curar a los enfermos, aficionado a estar con
los despreciados por la sociedad de su tiempo, amigo de publicanos y
pecadores. Y, sin embargo, su manera de enseñar tenía una especial
autoridad, tan distinta de la de los escribas y los fariseos. La muchedumbre
se siente atraída, le sigue por doquier, le gusta verle y escucharle. Por eso
en alguna ocasión, como en este pasaje, Jesús se sube a una barca y se
separa un poco de la orilla. Era aquella barca una curiosa cátedra, y la
ribera del lago una insólita aula, abierta a los cielos, mirándose en el agua.
El silencio de la tarde se acentúa con la atención de todos los que escuchan
las enseñanzas del Rabbí de Nazaret. Su palabra brota serena e ilusionada,
es una siembra abundante, desplegada en redondo abanico por la diestra
mano del sembrador. Es una simiente inmejorable, la más buena que hay
en los graneros de Dios. Su palabra misma, esa palabra viva, tajante como
espada de doble filo. Una luz que viene de lo alto y desciende a raudales,
iluminando los más oscuros rincones del alma, una lluvia suave y
penetrante que cae del cielo y que no retorna sin haber producido su fruto.
Sólo la mala tierra, la cerrazón del hombre, puede hacer infecunda tan
buena sementera. Sólo nosotros con nuestro egoísmo y con nuestra
ambición podemos apagar el resplandor divino en nuestros corazones, secar
con nuestra soberbia y sensualidad las corrientes de aguas vivas que manan
de la Jerusalén celestial y que nos llegan a través de la Iglesia. Que no
seamos camino pisado por todos, ni piedras y abrojos que no dejen arraigar
lo sembrado, ni permitan crecer el tallo ni granar la espiga. Vamos a roturar
nuestra vida mediocre, vamos a suplicar con lágrimas al divino sembrador
que tan excelente siembra no se quede baldía. Dios es el que da el
crecimiento, Él puede hacer posible lo imposible: que esta nuestra tierra
muerta dé frutos de vida eterna.
A pesar de las dificultades de la siembra, la cosecha está asegurada;
el Reino de Dios, iniciado en la persona de Jesús, es una fuerza viva que
avanza irresistiblemente hacia su plenitud y gloriosa manifestación, hacia la
cosecha final. La Palabra de Dios es como una semilla, pequeña en
apariencia, pero llena de vida. No todos la escuchan y la albergan en su
corazón; pero quienes la reciben con fe darán fruto. Jesús no habla en
parábolas para que no le entiendan; nadie habla en verdad para que no le
entiendan.
Tú, Jesús, eres el sembrador, la semilla de tu palabra y de tu vida
fecunda el mundo. Jesús, veo que la tierra da fruto diverso, depende de
cómo acoge la palabra, de cómo corresponde: ¿cómo es mi tierra, mi
corazón? ¿Es un corazón que sabe amar, que sabe sacrificarse por los
demás; o es un corazón de piedra, duro, en el que las necesidades de los
que me rodean no hacen mella? ¿Es un corazón fuerte, con la fuerza de
voluntad necesaria para hacer lo que debe en cada momento; o es un
corazón blando, sin personalidad, que se deja arrastrar por el gusto, la
sensualidad o la comodidad?
Jesús, ¿en qué ambiente me muevo? ¿Es un ambiente adecuado para
que pueda crecer mi vida de cristiano? ¿Qué amigos tengo?¿Cómo
aprovecho el tiempo libre? (Pablo Cardona).
« La escena es actual. El sembrador divino arroja también ahora su
semilla. La obra de la salvación sigue cumpliéndose, y el Señor quiere
servirse de nosotros: desea que los cristianos abramos a su amor todos los
senderos de la tierra; nos invita a que propaguemos el divino mensaje, con
la doctrina y con el ejemplo, hasta los últimos rincones del mundo. Nos pide
que, siendo ciudadanos de la sociedad eclesial y de la civil, al desempeñar
con fidelidad nuestros deberes, cada uno sea otro Cristo, santificando el
trabajo profesional y las obligaciones del propio estado» (J. Escrivá, Es
Cristo que pasa 150).
Soy sembrador cuando estudio con seriedad lo que me toca, cuando
ayudo a arreglar un desperfecto en casa, cuando sé perdonar un detalle
molesto, cuando sonrío estando cansado, cuando dejo elegir a otro el mejor
postre o la película de cine que iremos a ver, etc..
Recuerdo que mi catecismo de niño traía al final la parábola del
sembrador, yo no la entendía entonces, veía algo misterioso oculto bajo ese
dar fruto, y ahora veo con más claridad que mi corazón es el campo, donde
puedo acoger la Palabra, que es Jesús, y dar fruto. Podemos ser la tierra
buena en la que “ da fruto y produce uno ciento, otro sesenta, otro
treinta ” (Mt 13,23). Y también podemos ser sembradores si nos
esforzamos por corresponder a ese amor divino y darlo a los demás , y así
Dios “ muestra a los extraviados la luz de su verdad para que puedan
volver a su camino recto ” (Colecta).
2. La lluvia no cae en vano. Así es la Palabra de Dios, como la lluvia:
Como bajan la lluvia y la nieve desde el cielo, y no vuelven allá,
sino después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla
germinar, para que dé semilla al sembrador y pan al que come ”, así
el Señor hace fructificar la siembra divina que hemos visto en el Evangelio,
por eso sigue diciendo: " La palabra que sale de mi boca no volverá a
mí vacía, sino que hará mi voluntad y cumplirá mi encargo ". Cuando
Dios habla, comienza una verdadera historia en la que no se vuelve nunca
al principio como si no hubiera sucedido nada.
Sigue la idea el salmista: “ La semilla cayó en tierra buena y dio
fruto. Tú cuidas de la tierra, la riegas y la enriqueces sin medida; la
acequia de Dios va llena de agua. Tú preparas los trigales: riegas los
surcos, igualas los terrenos, tu llovizna los deja mullidos, bendices
sus brotes. Coronas el año con tus bienes, tus carriles rezuman
abundancia; rezuman los pastos del páramo, y las colinas se orlan
de alegría. Las praderas se cubren de rebaños, y los valles se visten
de mieses que aclaman y cantan ”.
Casiodoro paragonava "la misericordia del Padre con un río que se
desborda: de él será posible beber siempre, pues jamás se secará: « Será
una fuente que salta hasta la vida eterna » (Jn 4,14). El río y el pan
simbolizan la Eucaristía, en la que bebemos la Sangre del Señor y comemos
su Carne.
3. “Considero que los trabajos de ahora no pesan lo que la
gloria que un día se nos descubrirá ”. Todo lo que hagamos es poco, vale
la pena por la esperanza. Y no sólo nosotros, sino que “la creación
expectante está aguardando la plena manifestación de los hijos de
Dios”; hay una fuerza misteriosa que somete todo lo creado, pero en
Cristo nos viene “la esperanza de que la creación misma se vería
liberada de la esclavitud de la corrupción, para entrar en la libertad
gloriosa de los hijos de Dios”. Hay pues una misteriosa solidaridad entre
todos, interconexión también con todo lo creado que está gimiendo toda
ella con dolores de parto. Y no sólo eso; también nosotros, que
poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior
aguardando la hora de ser hijos de Dios, la redención de nuestro
cuerpo”.
Llucià Pou Sabaté