XV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A.
La parábola del sembrador
La parábola del sembrador en labios de Jesús (Mt 13,1-23; Mc 4,1-20; Lc 8,4-
15), con su asombrosa sencillez, podría ser, en primer lugar, como una
representación de toda vida humana y de las diversas actitudes respecto a los
dones recibidos, a las virtudes que cada uno tiene, y al desarrollo de nuestras
cualidades personales. Nos podemos preguntar qué calidad de semilla y de
palabra hay en nosotros, por dónde va creciendo tal semilla y si, de hecho,
estamos en producción, independientemente de cuánto producimos. En segundo
lugar, y desde una consideración específicamente cristiana, con la explicación
alegórica que el mismo evangelio presenta, podemos plantearnos en qué medida
la palabra del Reino, el mensaje principal de Jesús, va calando en cada uno de
nosotros, tomando cuerpo en nuestra existencia hasta el punto de convertirnos
también en Palabra viva y eficaz del Reino proclamado y prometido en las
Bienaventuranzas, un Reino de Dios que pertenece a los pobres y que producirá
un cambio radical de la situación social de nuestro mundo con la manifestación
del nuevo orden en el que impere la justicia, florezcan la paz y la libertad y toda
persona pueda vivir en las condiciones de igualdad de lo que todos los seres
humanos somos: hijos e hijas de Dios.
Nuestra vida como palabra, con todas las capacidades y potencialidades de cada
persona, y nuestro cristianismo como evangelio pueden crecer en las diversas
formas que la parábola nos describe. La palabra junto al camino es la que, por
quedarse en la superficie, fácilmente se la lleva cualquier viento o la última
moda. Puede aplicarse a la vida trivial y al cristianismo superficial, en los que si
no penetra el rejón de labranza para dejar la tierra mullida y permeable, ésta no
puede fructificar. La palabra entre las piedras es la palabra hueca, sin raíz, es
una palabra chispeante, como una burbuja o como fuegos de artificio, sin
ninguna profundidad. Puede referirse a la vida y a la religión light, que, a pesar
de la alegría aparente, sucumbe ante cualquier dificultad, exigencia o
compromiso. Si con las piedras no se hace una limpieza a fondo, tampoco es
posible crecer. La palabra entre zarzas es la vida humana sometida a los agobios
del sistema vigente, bien sea al imperio de los criterios consumistas, a la
seducción engañosa de la riqueza y a la aspiración suprema del tener y acaparar
bienes, valor primordial y sustantivo de las sociedades acomodadas, bien sea al
imperio de los criterios banales como la mentira, la corrupción, la permisividad
del narcotráfico, el revanchismo, el desconocimiento y minusvaloración de los
diferentes, el relativismo moral, la falta de transparencia en la gestión social y
política, y la falta de respeto a la dignidad y a la libertad de la vida humana.
Todo ello es muestra de estilos de vida incapaces de hacer crecer el Reino de
Dios y su justicia.
El mensaje de Jesús reclama la necesidad de escuchar y de comprender la
Palabra, de echar raíces y de fortalecerse, para dar fruto. Éste es el talante
requerido por Jesús para que nuestras vidas sean productivas. En el profeta
Isaías se anuncia una palabra de esperanza y de consuelo: «Como bajan la lluvia
y la nieve del cielo, y no vuelven allá sino después de empapar la tierra, de
fecundarla y hacerla germinar, para que dé semilla al sembrador y pan al que
come, así será mi palabra, que sale de mi boca: no volverá a mí vacía, sino que
hará mi voluntad y cumplirá mi encargo» (Is 55,10-11). Del mismo modo en
San Mateo el protagonismo del Evangelio lo tiene la palabra. Y esa palabra no es
sólo un libro, sino el mismo Cristo en persona que camina con nosotros y nos
abre las Escrituras.
El Concilio Vaticano II nos expone que la palabra de Dios constituye, junto al
sacramento eucarístico, el auténtico pan de vida de la Iglesia desde su origen,
recuperando así los dos elementos esenciales de la vida espiritual de los
cristianos: El Pan-Cuerpo de Cristo y la Palabra-Cuerpo de Cristo (DV 21: “La
Iglesia ha venerado siempre las Sagradas Escrituras al igual que el mismo
Cuerpo del Señor, no dejando de tomar de la mesa y de distribuir a los fieles el
pan de vida, tanto de la palabra de Dios como del Cuerpo de Cristo, sobre todo
en la Sagrada Liturgia). Benedicto XVI ha desarrollado la trascendencia de la
palabra divina en su exhortación apostólica “Verbum Domini” llegando a
proclamar que el Evangelio es el Cuerpo de Cristo (VD 56).
El texto de Pablo en la carta a los Romanos nos revela la gloria futura de los
hijos de Dios y marca el horizonte de la gran esperanza a la que los seres
humanos hemos sido llamados junto con toda la creación (Rom 8,18-23). Entre
los sufrimientos de la vida presente y la gloria futura no hay proporción. Si bien
es verdad que todavía estamos inmersos en el dolor de la vida mortal con todas
las manifestaciones individuales y sociales del sufrimiento humano, es mucha
más verdad que la esperanza que nos da la salvación, acontecida ya en Cristo
crucificado y resucitado, nos permite vislumbrar, anhelar y esperar la liberación
definitiva de toda corrupción y de todo mal que afecta al ser humano y participar
en la libertad de la gloria de los hijos de Dios, pues poseemos ya las primicias
del Espíritu. Pablo describe esta gran esperanza con la imagen apocalíptica de
los que gimen con dolores de parto aguardando la revelación plena de lo que ya
somos: hijos e hijas de Dios. La esperanza es la virtud teologal que expresa la
gran alegría del Espíritu de Dios en nosotros y nos capacita para resistir con
firmeza y aguantar activamente los envites del mal, pues tenemos la certeza de
que “hemos sido salvados en esperanza” (Rom 8,24) y que la gloria
correspondiente a esta salvación un día se manifestará en plenitud.
Para avivar el dinamismo de la esperanza cristiana y de la palabra de Cristo en
la vida y la misión de la Iglesia se requiere potenciar al máximo la capacidad de
escucha, el conocimiento y la comprensión del Evangelio. Sólo así será la Iglesia
verdadera sacramento mediador al servicio del Reino en el cual está puesta la
esperanza inquebrantable de los hijos de Dios. Un motivo particular de
agradecimiento a Dios tenemos esta semana en Santa Cruz de la Sierra, pues
diez hermanos nuestros son ordenados como diáconos permanentes al servicio
de la Iglesia. Vaya desde aquí nuestra oración por todos y nuestra felicitación a
ellos y a la Arquidiócesis porque ésta es una muestra más del dinamismo de una
Iglesia con esperanza viva que sigue haciendo crecer la palabra del Evangelio en
el mundo.
José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura