SOLEMNIDAD DE SAN PEDRO Y SAN PABLO
Homilía del P. Abad Josep M. Soler
29 de junio de 2014
Hch 12, 1-11; 2Tim 4, 6-8.17-18; Mt 16, 13-19
En la solemnidad de los dos santos apóstoles que hoy celebramos, la liturgia remarca
que "fueron el fundamento de nuestra fe cristiana" (cf. oración colecta). Efectivamente,
hermanas y hermanos, ellos son los dos testigos fundamentales de la fe.
Las lecturas que acabamos de escuchar nos dan los puntos básicos de esta iniciación
en la fe que San Pedro y San Pablo aportaron a la Iglesia. Los aportaron a la
comunidad cristiana naciente y, con los escritos del Nuevo Testamento, los aportan
también hoy y aportarán hasta el fin de los tiempos. El primero de estos puntos, y el
más central, es la fe en Jesús de Nazaret como Mesías e Hijo de Dios. Hemos oído en
el evangelio cómo Pedro hacía esta profesión de fe fundamental en el cristianismo:
eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo. Una afirmación de fe plenamente compartida por
San Pablo, cuando escribe, por ejemplo, en la carta a los Romanos que Cristo es Dios
y está por encima de todo (Rom 9, 5). Este es el fundamento de la fe apostólica: creer
en Jesús como Mesías, y como Hijo único del Padre. Por eso la fe de Pedro es la
piedra sobre la que Jesús edifica su Iglesia . La solemnidad de hoy nos invita a
profundizar nuestra fe en Jesucristo y la liturgia, en el canto de comunión, nos la
pondrá en los labios para que la confesemos ante el Cristo que recibimos en la
Eucaristía.
La afirmación de fe sobre Jesucristo, sin embargo, no quedó en los dos apóstoles, ni
debe quedar en nosotros, a un nivel puramente intelectual. Tanto Pedro como Pablo
vivieron la fe en Jesucristo con un amor intenso; un amor que fue creciendo cada vez
más. Es cierto que Pedro negó tres veces a Jesús, pero también después reafirmó tres
veces su amor hacia él, un amor humilde pero, desde entonces, incondicional. Pablo
fue su perseguidor; él mismo explica con que saña perseguía a la Iglesia de Dios y la
asolaba (Gal 1, 13) hasta que Dios le hizo comprender que perseguir a la Iglesia era
perseguir a Jesús (Hch 9, 4) y le hizo descubrir la persona del su Hijo, Jesucristo (cf.
Gal 1, 16). Tanto San Pedro como San Pablo habían sido escogidos desde las
entrañas de la madre y habían sido llamados, cada uno en su momento, por la gracia
de Dios al ministerio apostólico (cf. Gal 1, 15). Aunque experimentaron la debilidad
humana, por la fuerza del Espíritu su creciente amor a Cristo los llevó a ofrecerle toda
su vida. El uno y el otro sentían en el fondo del corazón la pregunta amistosa y
exigente a la vez: ¿me quieres? Y uno y otro, cada uno según su temperamento y su
estilo, fueron respondiendo en el fondo del corazón y con hechos: Señor, tú lo sabes
todo; ya lo sabes que te quiero (cf. Jn 21, 17), porque en la Iglesia ser pastor del
pueblo de Dios es tarea de amor (St. Agustín, Comentario al evangelio de san Juan,
123, 5). Este es al segunda enseñanza básica que nos ofrecen los Apóstoles Pedro y
Pablo: Jesucristo es digno de ser amado por encima de todo y merece que pongamos
toda nuestra vida a su disposición.
Hay, además, una tercera enseñanza que nos ofrecen los dos Apóstoles que
celebramos hoy. Quien cree en Jesucristo y le estima debe anunciarlo a los otros, para
que le descubran y puedan acercarse a él todos los que están cansados y agobiados y
encontrar reposo en su amor benevolente (cf. Mt 11, 28 - 29); encontrar en él,
Jesucristo, el sentido a la existencia así como la paz y la alegría del corazón. Pero la
vida de nuestros dos Apóstoles -y esta es la cuarta enseñanza que nos ofrecen- se
encontraron con incomprensiones, con persecuciones, como hemos oído en la primera
lectura. Y, por amor, las sufrieron con generosidad y contentos de haber merecido
aquel ultraje por el nombre de Jesús (Hch 5, 41). Él les asistía y les daba fuerzas,
como decía san Pablo en la segunda lectura, para que terminaran su misión
evangelizadora. Lo hicieron hasta terminar su carrera en este mundo y ofrecer su vida
como una libación en el martirio que hoy conmemoramos, sabiendo que Dios les
otorgaría la salvación en su Reino celestial . Todo bautizado, por el dinamismo
espiritual que le aporta la fe, debe ser testigo de Jesucristo. Y, por el hecho de
manifestarnos como cristianos, nos podemos encontrar también con incomprensiones,
con bromas burlonas, con descalificaciones. Pero el Señor, como a los apóstoles, nos
asiste y nos da fuerzas ; y nos promete la vida para siempre en su Reino.
Cabe destacar, también, una quinta enseñanza a partir de las lecturas de hoy: la
fraternidad cristiana y la comunión eclesial que hacen nacer la solicitud mutua entre
los discípulos de Jesús. En la primera lectura se nos decía que Pedro estaba en la
cárcel y la Iglesia oraba insistentemente a Dios por él . Era una oración convencida y
llena de estimación, tal como lo manifiesta la alegría con que Pedro es recibido una
vez liberado (cf. Hch 12, 12-17). Esta dimensión fraterna también estaba muy presente
en San Pablo: ¿quién enferma -escribe- sin que yo enferme? Porque vivía cada día la
preocupación por todas las comunidades (2Cor 11, 28-29). Esta solicitud eclesial la
debemos vivir todos para ser coherentes con nuestra fe. Y la tenemos que vivir en
varios niveles: con nuestros pastores, con los demás bautizados que forman parte de
la Iglesia en nuestro país y que quizás tienen sensibilidades y opciones diferentes de
las nuestras; con el Papa Francisco, obispo de Roma, la iglesia de Pedro y Pablo que
preside todas las demás en la caridad, con los hermanos en la fe de otras culturas y
naciones. Sin olvidar la urgencia de trabajar por la unión de todos los cristianos para
cumplir el deseo ardiente de Jesús que todos seamos uno (cf. Jn 17, 21) y ofrecer un
testimonio más creíble en nuestro mundo. Para servir mejor a la sociedad, es
necesario que los que somos miembros de la Iglesia vivamos en comunión los unos
con los otros; una comunión que no quiere decir uniformidad, sino unidad en lo
fundamental y diversidad respetuosa en las cosas opinables, siempre desde el amor
fraterno. En el ámbito de la Iglesia, además, encontramos la liberación interior y el
perdón de los pecados.
Fe en Jesucristo amado por encima de todo, testimonio gozoso, disponibilidad a llevar
la cruz como camino hacia el Reino celestial , comunión eclesial. Son los puntos
fundamentales en los que San Pedro y San Pablo iniciaron "la Iglesia en la fe
cristiana".
Celebremos, pues, con alegría la solemnidad de estos dos grandes apóstoles que nos
ayudan con su enseñanza y con su intercesión a adentrarnos más y más en "la fe
cristiana". Y sintámonos alentados a renovarse nuestra adhesión personal y eclesial a
Jesucristo ahora que al participar de la Eucaristía repetiremos la profesión de fe
fundamental: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo.