DOMINGO XIV DEL TIEMPO ORDINARIO (A)
Homilía del P. Lluís Planas, monje de Montserrat
6 de julio de 2014
Mt 11, 25-30.
Tengo la impresión de que actualmente hay muchas personas que se encuentran
inmersas en un torbellino que los agita y los lleva a la exclusión o los empuja a un
callejón sin salida. Desestructuraciones familiares, fracasos laborales, trabajos
precarios con horarios imposibles, (¡y todo en nombre de la mejora económica global!);
incomunicación y ruptura de la relación en muchas parejas, corruptelas de todo tipo,
vacío y pérdida de sentido de la vida, problemas psicológicos profundos y duraderos;
toda una serie de situaciones que empujan a vivir desesperanzadamente y con un
sentimiento de soledad. Quizás debamos decir: ¡ya basta! Gracias a Dios, no todos lo
viven de esta manera y también son muchos los que trabajan para aliviar y curar estas
heridas. Luchan por la propia dignidad y la de los demás. Sin embargo, y seguramente
con razón, tal vez están cansados.
¿Qué hemos oído en el Evangelio? «... Yo os aliviaré... encontrareis vuestro
descanso,... mi yugo es llevadero y mi carga ligera»; actitudes y sentimientos que
ahora deseamos sentir y vivir; así nos quiere Jesús como discípulos.
Cuando Jesús dice estas palabras, debemos tener presente que es un resumen de la
actitud espiritual que intentaba transmitir a sus discípulos y que contrastaba con las
propuestas que los escribas enseñaban al pueblo. Cuando dice: "Venid a mí todos los
que estáis cansados y agobiados» no nos está hablando de un cansancio físico, sino
de un cansancio moral ante el agobio que significaba seguir el magisterio de los
escribas en el que todo estaba previsto, todo estaba minuciosamente establecido,
hasta el punto de que la vida interior quedaba tan determinada, con una rigidez tal que
se hacía muy difícil de soportar. Era el miedo de transgredir lo que estaba mandado, y
era el miedo a que Dios te castigara por tu falta. También hoy podemos encontrarnos,
en todo tipo de ámbitos, la rigidez mental, que provoca a menudo desestructuraciones,
fracasos, precariedad, ruptura de relaciones, etc. En las grandes decisiones que
afectan a toda la sociedad, como la economía, hay unas leyes rígidas e implacables y
que nos quieren hacer creer que llevan el vestido de la flexibilidad, pero la verdad es
que sólo velan por los intereses de unos pocos. No acogen, excluyen. Decisiones
tomadas por sabios y entendidos. En cambio, las palabras de Jesús que nos dice que
es «manso y humilde de corazón», tienen esa calidez que ensancha el corazón de
quien las acoge. Es el camino de la liberación interior.
Para vivir este camino que abre el corazón, hay una actitud de vida que Él mismo nos
indica: hacerse discípulo (es decir, la capacidad de vivir en comunión con Él); aceptar
un yugo suave (este yugo es la ley del amor) y una carga ligera (el compromiso de
amar y servir a los hermanos).
Para avanzar en el camino de la liberación interior es importante que nos demos
cuenta de que estas actitudes que Jesús pidió a los discípulos y que nos pide, ahora a
nosotros, él mismo las puso en práctica. Efectivamente, toda su vida ha sido una vida
para los demás, una vida para nosotros. Su deseo es el de vivir en comunión con sus
discípulos hasta compartir la oración, la relación íntima con el Padre. Nos damos
cuenta de ello cuando hemos escuchado: «Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y
tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has
revelado a la gente sencilla. Si, Padre, así te ha parecido mejor. Todo me lo ha
entregado mi Padre». Y termina la oración: «nadie conoce al Padre sino el Hijo, y
aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar». Así pues, la comunicación en el amor se
convierte en el criterio de la relación con Dios, con los demás y con la ley y las
costumbres. Con él, aprendemos que servir es, sobre todo, hacer las cosas para el
bien del otro, para su crecimiento, con paciencia, sin que nos domine la necesidad y la
urgencia de que el servicio nos sea debidamente reconocido. En definitiva, cuando
Jesús nos invita a vivir como él lo hizo nos está diciendo: yo me fío de ti.
Nuestro liberación interior comienza cuando decimos, con plena convicción: ¡yo me fío
de ti, Señor! Y esta confianza, que surge de la entraña del hombre, es la que hará que
la carga de ser discípulo sea ligera. Para que la liberación interior vaya transformando
el corazón hay un segundo aspecto que va íntimamente unido al primero y es cuando
decimos al prójimo: yo me fío de ti. Te transmito esa confianza que me tienen a mí; la
que yo vivo interiormente. Hay que añadir, en este camino de la liberación interior, la
actitud que Jesús nos ha manifestado cuando nos decía: «soy manso y humilde de
corazón». Efectivamente, hay que asumir como propias estas actitudes que deberían
encontrarse en el corazón del creyente. Ver lo bueno que hay en el otro y en las
cosas, y lo bueno que hay en ti mismo. Y reconocer que la bondad en la mirada es un
don que hemos recibido y que debemos acoger con agradecimiento, porque el humilde
de corazón ve la vida como un tesoro que le ha sido dado y está profundamente
contento cuando tiene el placer de compartirlo.
Entonces descubrimos que nosotros no somos los protagonistas, y diremos con el
salmista: «El Señor es fiel a sus palabras, bondadoso en todas sus acciones. El Señor
sostiene a los que van a caer, endereza a los que ya se doblan».