Domingo 17 ordinario, Ciclo A
A pares y nones, perdí mis calzones
Todos conocemos o hemos oído hablar de gente que se pasa su vida buscando
tesoros. Gente que lo empeña todo para escarbar donde se supone que hay
tesoros escondidos por las revoluciones, o porque los bancos no se
acostumbraban, o se hacen a la mar en busca de galeones de otras épocas que
hacían la travesía cargados de lingotes plata y oro entre las nuevas tierras de
América y España, o también hemos sabido de gentes que se introducen hasta
el fondo de las más profundas cuevas, porque ahí habitaban piratas que
sustraían grandes cantidades de dinero y joyas preciosas. Aquí en México
conozco gentes que van con sus palitos en las manos que puestas en
determinada posición, señalan la existencia de metales o por lo menos corrientes
de agua para los pueblos sedientos. Es el afán de aventura y de hacerse ricos de
la noche a la mañana, que muchas veces terminan en la ruina de los
aventureros.
Cristo tiene una parábola, pero al revés; él dice que el Reino de los Cielos se
parece a un tesoro escondido en el campo. El que lo encuentra, lo vuelve a
esconder y lleno de alegría va, vende cuanto tiene y compra aquél campo. Qué
sorpresa se llevó este hombre. Quizá fue arando o a lo mejor mientras
descansaba a la sombra de un árbol, la cuestión está en que descubre un gran
tesoro y sin decir nada a nadie se apresura a deshacerse de todas sus cosas,
para comprar el campo. Sus gentes, sus esposa, estaban sorprendidos, le
aconsejaban que no lo hiciera, que el terreno no valía una bicoca, pues era un
terreno pedregoso, desértico y sin agua, donde nunca recogería ningún grano.
Pero él se empeñó, compró de esa manera ingeniosa, y así pudo quedarse
legalmente con el tesoro y de paso con el terreno que en el fondo para nada le
importaba.
La aplicación la hace el mismo Cristo pues está hablando del Reino de los cielos,
y nosotros mismos tendríamos que descubrir que estamos está ante el gran
tesoro que es él mismo y que supone la felicidad para ahora y para el Reino
futuro. Pero sucede que los hombres andan buscando sus propios tesoros en
lugares, en circunstancias y en situaciones que no les van a redituar para la
magnitud del corazón humano que no se conforma con cualquier cosa pues está
hecho para las grandes hazañas. Y esta es la desilusión de los hombres de hoy
que piensan que su alegría la encontrarán en su avanzada tecnología, que lo
único que consigue es separar a los hombres entre los que llegan a tener
grandes fortunas y los que con todo su ingenio no alcanzan sino apenas para
sobrevivir. Tenemos también los se empeñan en coleccionar y en competir con
sus semejantes, viviendo en las mejores mansiones, disfrutando de todas las
comodidades que se pueden disfrutar dentro de casa, o fuera de ella, y cuando
ya se tienen todas las comodidades aparece una displicencia y una laxitud que
hacen imposible la felicidad. Y también tenemos a los jóvenes que de pronto
descubren en su cuerpo una fuente de placer y en el cuerpo de los demás una
riqueza que no se había pensado, o se les aparecen los paraísos terrenales en el
mundo de las drogas que prometen tantos placeres que no se sabe en qué
momento aquello se convierte en la más profunda de las soledades y de las
desilusiones, o también, la desilusión causada entre tantos jóvenes que se
empeñaron en una carrera y al final descubrieron que no había acomodo para
ellos y tuvieron que ocupar sus fuerzas en algo totalmente apartado de sus
ilusiones. Ya no estamos entonces tan lejos de descubrir que Cristo es
precisamente el tesoro que puede darle a los hombres la felicidad a la que están
llamados, y algo que nos mismísimos cristianos tenemos encubierto, aun los que
frecuentan la Misa dominical, es la presencia de Cristo en la Eucaristía, el gran
tesoro que Cristo pone en nuestras manos y que nos asegura una felicidad y una
paz que nadie será capaz de arrebatarnos.
Para nosotros Cristo nos instruye este día con otras dos parábolas, la del hombre
que descubriendo en el mercado una perla de gran valía, va y vende todo lo que
tiene para hacerse de ella. Y la última es conmovedora pues nos habla de los
pescadores que al final de su trabajo, se sientan en la playa y van separando los
peces buenos de los malos, para tirar éstos al aire, donde los pájaros los
arrebatan y guardar los buenos para el mercado. Y también aquí hace Cristo la
aplicación, que sería como un fuerte aldabonazo en nuestra conciencia, pues él
afirma que al final de los tiempos, “vendrán los ángeles, separarán a los
hombres malos de los buenos y los arrojarán al horno encendido. Ahí será el
llanto y la desesperación”. El que tenga oídos, que oiga.
El Padre Alberto Ramírez Mozqueda espera sus comentarios en
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