DOMINGO XVI DEL TIEMPO ORDINARIO (A)
Homilía del P. Bonifaci Tordera, monje de Montserrat
20 de julio de 2014
Sab 12, 13.16-19; Rom 8, 26-28; Mt 13, 24-43 .
Reino de Dios era un concepto conocido en la época de Jesús pero tenía diferentes
versiones. Jesús nos dice que con él ha empezado a actuar, pero no nos da del Reino
una definición dogmática, sólo lo muestra con hechos. Por eso lo explica el evangelista
citando el salmo: "Expondré las cosas que han sido secretas desde la creación del
mundo". Y es que el Reino de Dios es un misterio escondido desde la creación del
mundo: el plan de Dios sobre la humanidad, su designio eterno manifestado finalmente
en Jesucristo. Y Cristo sólo describe sus rasgos en imágenes.
El Evangelio de hoy nos propone tres flashes: en la primera parábola o comparación
nos hace ver que en este Reino hay conjuntamente trigo y cizaña, buena y mala
hierba. Esta cizaña no ha sido sembrada por Dios, sino por el enemigo. La Biblia nos
dice que Dios lo hizo todo bueno, pero hoy constatamos que en el mundo y en la
Iglesia hay bueno y malo. El mundo tiene una autonomía, se cometen errores que no
vienen de Dios. También el hombre es libre y puede decidir cosas equivocadamente.
El hombre ha sido creado bueno y para el bien, ciertamente, pero, como sabemos,
está inclinado al mal desde que nace. Dios, sin embargo, no puede permitir que para
erradicar este mal sufra un daño el bien, ya que la violencia crea violencia, y Dios
quiere preservar el buen grano. Hay que esperar a la siega y entonces la cizaña será
reunida en haces y quemada. Será el juicio final de Dios. Hay, pues, que esperar.
Y, ¿por qué tarda tanto este final? Jesús nos responde que el Reino es como un grano
de mostaza, una semilla pequeña como una cabeza de alfiler, pero cuando crece se
hace un arbusto. En el mes de abril, en Palestina, se pueden ver estos arbustos llenos
de jilgueros que cobijan sus ramas. Esto quiere decir que el comienzo es muy
pequeño, pero que tiene una capacidad grande de crecer. De hecho, con sólo 12
apóstoles tomados de en medio del pueblo sencillo, Dios ha hecho la Iglesia universal
en la que hay gente de toda raza, lengua y nación. También de nuestra fe pequeña, y
hasta defectuosa, Dios puede hacer salir una fe madura y esplendorosa.
Finalmente, ¿podrá Dios transformar este mundo nuestro aparentemente enemigo de
Dios? ¿Cómo se las arreglará para convertir la Humanidad en Cristo? Jesús no nos lo
dice, sólo afirma que el Reino es como un puñado de levadura que una mujer mezcla
con medio saco de harina, hasta que todo ha fermentado. El Reino es poca cosa en
apariencia, pero tiene una fuerza inmensa. Esta levadura viene a ser el Espíritu Santo,
capaz de transformar a una multitud. Recordemos los primeros años del cristianismo,
la fuerza de influencia de algunos personajes de la Iglesia, los santos; las reformas de
los Concilios. Recordemos al buen san Juan XXIII y su Concilio, que ahora con el
Papa Francisco parece que llegará a fructificar generosamente. Son todas
manifestaciones de ese poder oculto que hace transformar la Iglesia y a través de ella
toda la sociedad.
Ahora bien, Dios no es espectacular. Jesús no quiso hacer ninguna obra extraordinaria
para deslumbrar, como le pedían. Dios no nos aturde con acciones maravillosas, sino
con acciones intrascendentes, sencillas, discretas. Este es el distintivo de las tres
parábolas: todo es humilde, pero potente. Y es que Dios no es un juez implacable que
aplasta al malvado, sino que ha querido salvar. Dios es el Dios de la vida y que hace
vivir. Dios es poderoso, pero discreto. Porque Dios es amor y nos está invitando a
todos a ser como él. El amor no obliga, no coacciona, sino que invita, atrae; el amor no
vence, sino que convence. El amor es humilde y no es amante del espectáculo ni de
las apariencias. Dios es bueno y sólo quiere el bien. Dejémonos, pues, guiar por Él,
pero pedimosle que venga su Reino sobre toda la Humanidad. Es lo que Jesús nos
enseñó a orar.