Solemnidad. La Asunción de la Virgen María (15 de agosto)
LA PASCUA DE SANTA MARÍA
Padre Pedrojosé Ynaraja
Me irrita cuando a la fiesta que celebramos hoy, le llaman la Virgen de agosto.
Tengo la impresión de que la devalúa. Que el Espíritu conduzca a las Iglesias,
comunidades y confesiones cristianas a la unión, tendencia que llamamos
ecumenismo, supone y exige, entre otras cosas, corregir el lenguaje. Lo de las
advocaciones marianas es una de ellas. Mi primera inquietud teológica, pienso, fue
en este terreno. En Zaragoza vivíamos muy próximos a la basílica del Pilar. En
Burgos asistíamos a misa los domingos en función de las obligaciones profesionales
de mi padre. Unos días a la iglesia del Carmen, otros a la de la Merced. Imagino
que tendría seis años, cuando le pregunté a mi madre: mamá ¿la Virgen del
Carmen, es la misma que la de la Merced? Sí, hijo mío, Virgen no hay más que una.
Si esto fue lo que me enseñaron acertadamente, he observado posteriormente que
muchos parece que no se han enterado. He escuchado, incluso a “gente de misa”
decir esta Virgen sí que hace milagros, o escucha y atiende, mucho más que otras.
Evidentemente se estaba refiriendo a una simple imagen. Consecuencia de ello,
viajan muchos kilómetros a pedir a aquella virgen. Una tal actitud no es correcta.
No ignoro que resulta mucho más fácil rezar a las doce de la noche en Lourdes, en
el lugar que ocupaba Bernadette frente a la gruta, que en otros sitios. Cosa que he
hecho más de una vez. Vivir y poder meditar en Nazaret, en el mismo lugar que la
Jovencita se arriesgó generosamente a decir Sí a Dios, es un privilegio que facilita
la oración que implora intercesión. Basílicas, ermitas y santuarios, a Ella dedicados,
guardan el recuerdo vivo de tantas súplicas piadosas. Uno debe respetarlas y añadir
las suyas.
Lo importante, sublime y admirable, es que hace 2000 años, hubo una preciosa
Chiquilla que vivía en una población de menos 500 habitantes. Preparaba ilusionada
la celebración de su matrimonio, cuando se cruzó en su vida un enviado del
Altísimo, proponiéndole lo que Ella nunca hubiera imaginado y aceptó. A partir de
entonces fue madre del Mesías. Le dio a luz, le cuidó, le acompaño en el trance de
su ignominiosa ejecución. Gozó de su resurrección. Acompañó a los discípulos de su
Hijo, cuando recibieron al Paráclito. No sabemos nada más de ella, ni donde residió,
ni cuanto tiempo vivió.
Acabada su existencia histórica, por un privilegio especialísimo, entró en la
Trascendencia, en su totalidad humana. No os enfadéis, mis queridos jóvenes
lectores, de que os hable así. Creer que somos cuerpo y alma, encolados entre sí,
es concepción griega. Somos materialidad, que cuando enferma trata de curar el
médico. Mente, que si se altera ayuda el sicólogo a conseguir paz. Espíritu, que la
ayuda de Dios, la Gracia, enriquece y que nadie debe ignorar, ni olvidar. Tres
niveles de una sola personalidad, que la muerte trastorna. Nos ayudará a
comprender algo el recuerdo de la alteridad materia/energía. O la expresión de
Pablo en I Cor, 44 “se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual.
Pues si hay un cuerpo natural, hay también un cuerpo espiritual”.
Lo que hoy celebramos es este paso, que no sabemos cómo, lo dio Santa María. Sin
sufrir corrupción alguna, aquí está el prodigio. El paso a la Eternidad también
nosotros lo daremos. Sufriremos, eso sí, la alteración que tanto tememos, el morir
y la muerte misma. Tener presente que en esta eternidad no solamente existe ya
Jesús, con la grandeza de su humanidad, añadida a la divina, sino también su
Madre, que nos ama y protege, es un gran consuelo y motivo de esperanza.
En Jerusalén, muy cerca del huerto de Getsemaní, está el sepulcro. Algunos
piensan que Ella encargó que se lo preparasen, pero que no llegó a ocuparlo. Otros
opinan que acabó sus días en Éfeso. La Asunción, según solemnes palabras de Pio
XII, no menciona como ocurrió el final. Las Iglesias Orientales, a la fiesta de hoy,
llaman de la Dormición y en Jerusalén lo celebran muy solemnemente.
Por mi parte, creo que murió plácidamente y le pido en cada Avemaría que rezo,
que así sea la mía. Cuando voy a Tierra Santa, nunca dejo de visitar su sepulcro,
dentro de la iglesia griega, en el valle del Cedrón, y pasar un rato de meditación y
súplica.