Domingo 18 del Tiempo Ordinario (A)
PRIMERA LECTURA
Venid y comed
Lectura del libro de Isaías 55, 1-3
Así dice el Señor: «Oíd, sedientos todos, acudid por agua, también los que no tenéis dinero: venid, comprad trigo,
comed sin pagar vino y leche de balde. ¿Por qué gastáis dinero en lo que no alimenta, y el salario en lo que no da
hartura? Escuchadme atentos, y comeréis bien, saborearéis platos sustanciosos. Inclinad el oído, venid a mí:
escuchadme, y viviréis. Sellaré con vosotros alianza perpetua, la promesa que aseguré a David.»
Sal 144, 8-9. 15-16. 17-18 R. Abres tú la mano, Señor, y nos sacias de favores.
SEGUNDA LECTURA
Ninguna criatura podrá apartarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos 8. 35. 37-39
Hermanos: ¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo?: ¿la aflicción?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el
hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada? Pero en todo esto vencemos fácilmente por aquel que nos ha
amado. Pues estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni
potencias, ni altura, ni profundidad, ni criatura alguna podrá apartarnos del amor de Dios manifestado en Cristo
Jesús, Señor nuestro.
EVANGELIO
Comieron todos hasta quedar satisfechos
Lectura del santo evangelio según san Mateo 14, 13-21
En aquel tiempo, al enterarse Jesús de la muerte de Juan, el Bautista, se marchó de allí en barca, a un sitio tranquilo
y apartado. Al saberlo la gente, lo siguió por tierra desde los pueblos. Al desembarcar, vio Jesús el gentío, le dio
lástima y curó a los enfermos. Como se hizo tarde, se acercaron los discípulos a decirle: -«Estamos en despoblado y
es muy tarde, despide a la multitud para que vayan a las aldeas y se compren de comer.» Jesús les replicó: -«No hace
falta que vayan, dadles vosotros de comer.» Ellos le replicaron: -«Si aquí no tenemos más que cinco panes y dos
peces.» Les dijo: -«Traédmelos.» Mandó a la gente que se recostara en la hierba y, tomando los cinco panes y los
dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición, partió los panes y se los dio a los discípulos; los
discípulos se los dieron a la gente. Comieron todos hasta quedar satisfechos y recogieron doce cestos llenos de
sobras. Comieron unos cinco mil hombres, sin contar mujeres y niños.
Dadles vosotros de comer
El episodio de la multiplicación de los panes prolonga de otra manera el anuncio del Reino de
Dios que en las últimas semanas Jesús nos ha explicado por medio de las parábolas. Y es que la
predicación no se realiza sólo con palabras, sino también con acciones y signos que las encarnan,
y que también hablan de manera elocuente de que el Reino de Dios se ha hecho ya presente.
La presencia del Reino de Dios no excluye las asechanzas del mal (recordemos la parábola del
trigo y la cizaña), incluso sus victorias parciales. El arranque del evangelio de hoy se refiere a
ello: Jesús se enteró de la muerte de Juan el Bautista y decidió apartarse. No se trata de una
huida, sino de un retiro. De hecho, la muerte de un ser cercano pide retiro y soledad. Y Juan no
era para Jesús un cualquiera: unidos en el ministerio profético, Juan le abrió el camino, incluso
es posible que Jesús hubiera pertenecido a los círculos del Bautista. La muerte de Juan no podía
serle indiferente a Jesús, que, además, veía en ella una profecía de la suya propia. El lugar
tranquilo al que se retira Jesús es el desierto (un despoblado). El desierto, lugar de peligros y
tentaciones, es también ocasión para experimentar a Dios sin interferencias.
Sin embargo, “la gente” busca a Jesús y él, que buscaba soledad y tranquilidad, no los rehúye, al
contrario, los mira y siente compasión, va al encuentro y los cura. Jesús, como vemos, habla y
actúa. Es la Palabra encarnada y, por eso mismo, no se limita a predicar, sino que traduce sus
palabras en gestos y acciones que confirman la verdad de su predicación. Son acciones cuyo
significado aquella gente entendía, pues veía en ellos el cumplimiento de antiguas promesas, que
hablaban de curación: “Él tom￳ nuestras flaquezas y carg￳ con nuestras enfermedades” (Is 53,
5); pero también de abundancia de alimento: “Oíd, sedientos todos, acudid por agua, también los
que no tenéis dinero: venid, comprad trigo, comed sin pagar vino y leche de balde…
Escuchadme atentos, y comeréis bien, saborearéis platos sustanciosos”. A través de esos signos
entendían que se cumplía la promesa de una nueva y definitiva alianza, el advenimiento del
Reino de Dios.
En estas acciones se descubre la actitud de un Jesús que no evita los problemas más concretos y
perentorios de los que acuden a él. Jesús no predica y después despacha a la gente. No les dice,
“yo ya os he alimentado espiritualmente, os he ilustrado en la cuesti￳n religiosa; ahora, el pan
material y ese tipo de problemas resolvedlos vosotros mismos, a mí no me incumben”. A Jesús le
interesa el hombre entero, cuerpo y alma, y es por el hombre entero con sus problemas más
concretos por el que siente compasión y trata de encontrar un remedio. Y lo hace, y esto es muy
importante, implicando a sus discípulos. Igual que no dice que estos problemas no le incumben,
tampoco dice que esos problemas, como el hambre de la multitud, que superan las normales
fuerzas humanas, son sólo cosa suya, ya que sólo él tiene el poder de realizar milagros. Los
milagros de Jesús no son cosa de magia. Por eso, ante estas necesidades más inmediatas y
materiales, Jesús se dirige a sus discípulos y les lanza un desafío: “no los despachéis, dadles
vosotros de comer”. Pero, ¿c￳mo? Se trata de una multitud y nuestras fuerzas y medios son
demasiado escasos. Los discípulos han querido que la gente se buscara la vida por su cuenta,
pero Jesús los llama a implicarse en un problema que supera sus posibilidades.
Realmente, ante los enormes problemas del mundo en el que vivimos, nosotros, discípulos de
Jesús, podemos tener la tentación de pensar que, puesto que nuestras posibilidades son tan
limitadas, nos basta con ocuparnos de la parte religiosa, de la oración y el testimonio, mientras
que de lo demás es preciso que se ocupen otros, sean los propios interesados, sean los poderes
del Estado. Pero, ante esos mismos problemas, Jesús sigue diciéndonos, hoy como ayer, “no os
escabulléis, dadles vosotros de comer”. Un himno de la liturgia de las horas es una hermosa
paráfrasis de estas palabras de Jesús: “Nos se￱alaste un trozo de viña y nos dijiste: venid y
trabajad / Nos mostraste una mesa vacía y nos dijiste: llenadla de pan / Nos presentaste un campo
de batalla y nos dijiste: construid la paz / Nos sacaste al desierto con el alba y nos dijiste:
construid la ciudad”.
Pero, ¿cómo?, nos preguntamos de nuevo. Jesús, nuestro Maestro, no nos pide imposibles, sino
que nos enseña hoy que para poder repartir primero hay que compartir: traerle y darle eso poco
que tenemos, que es lo único que nos pide, y ponerlo a su disposición, él tiene la capacidad de
multiplicarlo. Por eso Jesús no se limita a hacer un milagro “mágico”, s￳lo suyo, al margen de
sus discípulos, sino que los llama y hace el milagro de implicarlos, de hacerlos participar en la
compasión que siente hacia las gentes, de despertar en ellos la generosidad de entregarle lo poco
que tenían (cinco panes y dos peces para los doce, que les garantizaba a ellos solos y a duras
penas su propio sustento), para que Jesús se lo diera a los hambrientos. Cuando le damos a Jesús
lo poco que tenemos, ese poco se convierte en mucho, hasta el punto de llegar para todos. El
himno citado antes empieza precisamente con estas palabras: “Tu poder multiplica la eficacia del
hombre, y crece cada día, entre tus manos, la obra de tus manos”.
El milagro que Jesús ha realizado es el milagro de la fraternidad, que incluye la voluntad de
responder a las necesidades concretas de nuestros hermanos. Y este milagro nos une a Jesús, nos
hace compartir sus propios sentimientos (cf. Flp 2, 5), nos abre a las necesidades de los
necesitados y nos convierte en colaboradores suyos en el ministerio de la compasión. Este
milagro establece un vínculo que, como dice Pablo, nadie puede romper: unidos al amor de
Cristo de esta manera, como miembros activos de su fraternidad, nada puede separarnos de él.
Porque en esta fraternidad las tribulaciones, sufrimientos y necesidades se convierten en
ocasiones para experimentar ese mismo amor de Cristo, que nos ve, se compadece, nos cura y
nos da de comer, y nos llama a ver, compadecer, curar, compartir y dar de comer.
Entendemos que el pan multiplicado por Jesús en este milagro de la compasión, el compartir y la
fraternidad sacia no sólo el hambre del cuerpo. El milagro no es sólo una multiplicación material,
sino que establece nuevas relaciones con Dios y entre los hombres. Dios muestra aquí su rostro
compasivo en la humanidad de Cristo que llega a la multitud por mano de sus discípulos. Este
pan es también el pan de la Eucaristía, como lo muestran los gestos y acciones de Jesús al
repartirlo: “alz￳ la mirada al cielo, pronunció la bendición, partió los panes y se los dio a los
discípulos”.
Vivimos en un mundo con muchas, demasiadas tribulaciones: se sigue matando a los profetas,
como Juan el Bautista, y multitudes de nuestro mundo siguen padeciendo enfermedades, hambre,
pobreza y el azote de la guerra, y siguen buscando a quién los cure y sacie. Son muchos los
males que amenazan con separarnos del amor de Dios, de la fe en un Dios bueno y providente.
Pero nosotros, discípulos de Jesús, sabemos que, en realidad, nada puede separarnos de su amor,
y que esa seguridad nos fortalece para mirar a este mundo nuestro con los ojos de Cristo, sentir
con él compasi￳n y escuchar hoy, una vez más, su bondadoso mandato, “dadles vosotros de
comer”.