Domingo 20 ordinario Ciclo A
¡O me atiendes o me cambio de religión!
Lo que nos cuenta hoy San Mateo, nos horrorizaría si no tomáramos en cuenta algunos detalles, el
primero de ellos es que los judíos eran tremendamente nacionalistas y nunca comprendieron la
universalidad de salvación que Cristo venía a proponer al grado de llamar perros a los extranjeros,
segundo, tomar en cuenta que la mujer, y sobre todo una mujer extranjera, era algo insignificante,
“algo” que no tenía ninguna importancia para ellos, tercero, para entender lo que ocurrió aquél día
habrá que llegar hasta el final sin quedarse en contemplar detalles y sin quedarse a medias, y
finalmente, recordar que precisamente en la propuesta de salvación que Cristo venía a hacer, él
conocía perfectamente a la mujer, mucho mejor que ella, y con tal de ayudarla un poquito, me
parece como el salto de garrocha, en el que le van agregando algunos centímetros cada vez a los
competidores, hasta quedarse con el que más ha saltado. Jesús quiso mostrar lo que vale la fe, la
confianza y la perseverancia en aquella mujer y en los creyentes auténticos que no se parecen los
que a poco de suplicar, se cansan, se desconciertan y se retiran, que no se parecen en nada a la
madre de San Agustín, que terqueó y terqueó por muchos años hasta que logró ver a su hijo
cristiano, sacerdote y hasta obispo
Vayamos pues al pasaje que nos ocupa. Cristo está en territorio extranjero, más o menos en que es
hoy el actual Líbano. Y se acerca a él una mujer cananea, descendiente de los que habitaban el
territorio antes de la llegada de los judíos y se acerca para pedir la curación de su hija. En un
principio, Cristo se queda callado y continúa su camino y al igual que hicieron los apóstoles el día que
Cristo multiplicó los panes y los pescados, ahora quizá molestos por los gritos y las súplicas de
aquella mujer, le piden que la atienda para que ya se vaya y deje de estar dando lata, pero él les
advierte de paso que él no ha sido enviado sino a los de su raza y de su pueblo. Pero la mujer se le
adelanta, se pone frente a él y lo obliga con esto a tomar una posición frente a ella, implorando su
ayuda. Jesús le responde con una frase que en ese momento representa la posición de todos los
judíos: “no está bien quitarles el pan a los hijos para echárselo a los perros”. Si a nosotros nos
hubieran tratado así, quizá nos habríamos retirado echando pestes y quizá como acostumbramos en
México le habríamos “mentado la madre”. Pero ella sabía el terreno que pisaba, y por eso no toma
la respuesta de Jesús como un rechazo, sino como un pase de balón para que metiera el gol. Y en
esa línea fue la respuesta de aquella mujer que le lanzó a Cristo en su propia cara lo que ella llevaba
en el corazón: “Es cierto, Señor, pero también los perros comen las migajas que caen de la mesa de
sus amos”. Esa era la actitud que Cristo esperaba y que le ganó la exclamación del Maestro delante
de los suyos: “Mujer, ᄀqué grande es tu fe! que se cumpla lo que deseas” Y así ella consiguió al
instante la curación para su hija.
La conclusión para nosotros es clara, no podemos detenernos ante el aparente silencio o el rechazo
a nuestras peticiones de parte de Jesús, recordando aquella otra frase del mismo Jesús: Pidan y se
les dará, busquen y encontrarán, toquen y se les abrirá”. Esa es la fe que nosotros necesitamos,
fuerte, sólida, o sea una confianza y apertura a la persona de Cristo y de su misión, una fe que tiene
que relucir ahora que en muchos ambientes la tónica es mostrarse fríos, distantes o de plano
separados de todo lo que signifique Cristo, su Iglesia, sus misterios y sus sacramentos. Si a la primera
hubiera conseguido aquella mujer la curación para su hija, ahí habría terminado todo, pero nos
habría privado de conocer que Cristo ha venido a salvarnos a todos sin excepción, contando
indudablemente con nuestra propia participación.
El Padre Alberto Ramírez Mozqueda espera sus comentarios en alberami@prodigy.net.mx