DOMINGO 19 TIEMPO ORDINARIO, CICLO A
“Espero en el Señor, espero en su Palabra” (Sal 129, 1)
La liturgia de hoy nos muestra a Dios que interviene en la vida del hombre, el cual cuando se
siente agobiado por los problemas de la vida busca refugio en Él. La primera lectura nos
presenta al Profeta Elías, quien abatido por las luchas y persecuciones, sube al monte Horeb
para encontrar a Dios, sube al monte donde Dios se encontró con Moisés. Allí Dios le dice al
profeta: “sal y aguarda al Se￱or en el monte”. El profeta obedeciendo a Dios, espera. Primero
escuchó un viento huracanado, pero allí no estaba Dios; luego siguieron un terremoto y hasta
fuego, pero como dice el texto: “en el viento… en el terremoto… en el fuego no estaba el
Se￱or” (1 Re. 19,13). “Se escuch￳ un susurro” y allí estaba Dios. Dios estaba en una brisa
suave, pues quiere aquietar los ánimos del profeta que está cansado y agobiado, quiere
manifestarse como el Señor del auxilio y de la paz; por eso no se presenta en la tormenta. El
Señor quiere manifestar su delicada bondad para con el profeta que está cansado y
desesperado. Dios quiere infundir su paz y su ternura a aquel profeta fiel que en su nombre
trabaja y predica. Es por eso que se manifiesta como “un susurro”, manifestándole la calidez de
su intimidad.
El Señor se comunica así también con nosotros cuando estamos cansados y abatidos, ya sea
por nuestros fracasos en la predicación y apostolado o por nuestros pecados que arraigados en
nuestro corazón no podemos superar, y recurrimos a Él. Es necesario afinar el oído espiritual
para captar el leve susurro que aquietará nuestros corazones. Allí se hará oír Dios para darnos
de nuevo la paz y la fortaleza en el corazón. Acudir al buen Dios es como una necesidad del
corazón frente a nuestras fatigas en el camino de la vida. Él se convierte en nuestra fortaleza y
aliento.
Después de la multiplicación de los panes que leímos el domingo pasado, el Señor manda
marchar a los discípulos, despide a la multitud y se retira solo al monte para orar. Los
discípulos están cruzando el lago, hay tormenta, están fatigados de tanto remar. Así pasan la
noche y cuando viene el alba ven venir a Jesús caminando sobre el agua y creyéndolo un
fantasma, gritan llenos de miedo y angustia. Pero la palabra del Señor los aquieta: “¡ánimo soy
yo, no tengan miedo!” (Ib. 27). Pedro, más osado que los otros, le dice: “si eres tú mándame ir
hacia ti andando sobre el agua” (Ib. 28). Pedro confiado en que Jesús tiene ese poder baja de
la barca y va sobre el agua, pero viendo la violencia del viento, se asusta y a punto de hundirse
le grita: “¡Se￱or, sálvame!”
Jesús nos llama a andar por la vida turbulenta y tantas veces oscura y como Pedro,
instintivamente, tenemos miedo. Al igual que Pedro tenemos fe, pero aun así tenemos miedo
de enfrentarnos con la vida. Sabemos que Jesús nos llama, pero tenemos temor, creemos que
la fe es un salto al vacío sin percibir que en realidad es una plataforma de lanzamiento. Como
en el Horeb, el Señor se revela en el lago. Allí está Dios en la persona de Jesús que revela su
divinidad a los discípulos y tomando a Pedro lo sostiene y le dice: “hombre de poca fe, ¿por
qué has dudado?” (Ib. 31).
Debemos comprender que nuestra fe viene de Dios y en Él debemos apoyarnos como una
plataforma de lanzamiento para ir a la vida y llevarlo a todos. Dios es nuestra esperanza y
aunque a veces nos acompañe de lejos, está siempre dispuesto a socorrer nuestras
necesidades y dificultades. Y cuando nos sintamos agobiados, angustiados, con dudas y con
sensación del fracaso, estemos seguros que allí estará Jesús para susurrarnos en el corazón o
para tomarnos de la mano como a Pedro. Como los Apóstoles -a diferencia de Elías- no nos
cubramos el rostro, sino que pongamos en Él nuestra mirada y contemplemos su divinidad bajo
el rostro humano del hombre, del hermano, del amigo que nos tiende las manos y nos sostiene
frente a las adversidades de la vida. Debemos tener ánimo y esperar en el Señor, confiar en su
Palabra que no defrauda, porque Él es el Señor de la Vida, de la historia, es el Señor de
nuestra propia historia personal.
Que María, nuestra Madre del Cielo, nos ayude a descubrir a Jesús en los momentos más
difíciles de nuestra vida.
+ Marcelo Raúl Martorell
Obispo Puerto Iguazú