Domingo 22 ordinario, Ciclo A
Maderas hay para santos y otras para hacer carbón.
Un amor mal entendido, tiene consecuencias funestas para el desarrollo de las
personas que nosotros decimos amar. Díganlo sí no, las acciones de las madres
que ante la determinación de los hijos de elegir una determinada carrera,
oponen barreras tras barreras. Pienso en concreto en las madres que cuando los
hijos anuncian su partida por motivos de trabajo o de estudios, cuando anuncian
que se van a buscar nuevos aires, ponen el grito en el cielo: “y si no te va
bien…y si caes en las drogas…y si yo me enfermo y me muero…” hasta que
consiguen hacer desistir al muchacho en su intento, frustrando muchas veces lo
que podría haber sido una vida fructífera.
Ese amor mal entendido, fue lo que impulsó a Pedro a oponerse a las
intenciones de Cristo de tomar la cruz, el sufrimiento y la muerte que los
letrados de Israel y del tempo habían decretado sobre él sólo porque les echaba
en cara su injusticia, el hecho de mantener en la ignorancia a las masas y
echarles pesos insoportables que ellos no eran capaces de llevar sobre sus
espaldas. Jesús no ignoraba que su manera de expresarse, levantaba ámpulas
entre aquella gente que escudándose en su Dios, se oponía a la defensa de los
pobres, de los desheredados y de aquellos que eran maltratados por la injusticia
humana. Llegó el día en que tuvo que prevenir a sus apóstoles de lo que le
ocurriría en su subida a Jerusalén: “Jesús comenzó a anunciar a sus discípulos
que tenía que ir a Jerusalén para padecer allí mucho de parte de los ancianos, de
los sumos sacerdotes y los escribas; que tenía que ser condenado a muerte y
resucitar al tercer día”. Inmediatamente se levantó Pedro escandalizado de tal
afirmación, y determinó que eso no lo podría permitir Dios y que ellos estarían
dispuestos a todo para que tal cosa no ocurriera. En esta afirmación de Pedro
iban implicadas muchas cosas, pues si bien es verdad que hacía un momento
había afirmado su creencia en la divinidad de Jesús, ahora no quería correr con
las consecuencias, tal como ocurre a muchos cristianos el día de hoy, que
efectivamente declaran creer en el Padre y en el Hijo y hasta en el Espíritu
Santo, pero sólo cuando las cosas sonríen, cuando la billetera está llena, cuando
se goza de total salud, pero que se muestran sumamente dolidos cuando llega la
enfermedad, o el infortunio o las calamidades de la injusticia humana. Cristo
reaccionó violentamente contra Pedro llamándolo con uno de los calificativos
más duros que de él hemos escuchado: “Apártate de mí, Satanás”, por ser
portavoz precisamente de aquél que se había atrevido a tentarlo en los
primeros días de su vida pública.
Y no terminó ahí el incidente, pues a continuación Jesús instruyo a los suyos de
lo que él esperaba de todos los que lo siguieran en la vida: “El que quiera venir
conmigo, que renuncie a sí mismo, que tome su cruz y que me siga…” ese
renunciar a sí mismo tenemos que entenderlo de cara a los que nos contemplan,
y se trata entonces de vivir en la generosidad, en la entrega, echando fuera de
nosotros todo egoísmo que nos aparta de los demás. Tomar la cruz, cuánto nos
espanta, pero como decía Teihard de Chardin, nos espanta porque no hemos
visto sino dos palos cruzados, cuando no le hemos dado la vuelta, para darnos
cuenta que en el otro lado está clavado Cristo por amor. Aquel que con su cruz
conquisto para nosotros la vida, y la paz y la felicidad. Seguir a Cristo no será
sino hacer lo mismo que él hizo, que todo lo transformaba por amor,
imagínense, tomó nuestra vida, nuestra carne mortal y la hizo inmortal, tomó un
día el barro del camino y con él devolvió la vista a un ciego, tomó el pan y el
vino para transformarlos en su cuerpo y en su sangre, tocó el sufrimiento y lo
transformó, y así será siempre en nuestras vidas, si somos capaces de tomar la
cruz para transformarla de un instrumento de suplicio, en un signo de victoria,
en el triunfo del bien sobre el mal, en el triunfo del amor sobre el odio, y en el
triunfo de la gracia santificadora sobre el poder destructor del pecado. Si hemos
entendido esto, podremos entender entonces lo que Cristo dijo a continuación:
“Pues el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí,
la encontrará. ¿De qué le sirve a uno ganar el mundo entero si pierde su vida?
¿Y qué podrá dar uno a cambio para recobrarla?”. Se trata entonces de apostar
por vida, por la paz, por el amor y aunque el sufrimiento llegue, aceptarlo como
una forma de que los que nos rodean puedan encontrar el auténtico amor, el de
la entrega y la generosidad. Al final, la página no termina sino en una auténtica
esperanza, pues si bien es verdad que hay que aceptar la cruz, lo haremos con
la finalidad de asociarnos a Cristo en su triunfo, en su resurrección y en su Vida
eterna.
El Padre Alberto Ramírez Mozqueda espera sus comentarios en
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