XXII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Rosalino Dizon Reyes.
Hostia viva (Rom 12, 1)
Enfrentando y aceptando la muerte, Jesús hace las veces de los hombres y carga
con lo que nosotros, estancados en nuestro modo de pensar humano, rehusamos
cargar.
El sufrimiento y la muerte son inevitables. Pero no los queremos. Tampoco le
gustan a Jesús, si bien le son evitables, porque nadie le quita la vida, sino que él la
entrega libremente.
Jesús muestra su disgusto de ellos al remediar las aflicciones de la gente y al
resucitar a los muertos. Más adelante, ante la inminencia de su muerte, sudará
sangre. Rezará que el cáliz se aparte de él, aunque sin dejar de añadir: «Pero no se
haga mi voluntad, sino la tuya».
Queda claro que Jesús, resistiéndose al viento en contra que nos derriba a los
hombres, abandonados a nuestro modo de pensar humano, a nuestro corazón
obstinado y a nuestros antojos, acepta su pasión y muerte para ser fiel a su misión.
Prefiere ser ejecutado antes que traicionar su misión. No está para darle la espalda
a la nube ingente de testigos quienes, por decir y vivir la verdad, sufrieron el
martirio, y así se acreditaron profetas de él, del justo Abel hasta Juan Bautista. Así
que desprecia Jesús la ignominia y soporta la cruz.
Huelga decir que no lo hace para aplacar a un Dios vengador que tiene sed de la
sangre de sus oponentes o la del vicario de ellos. No es el Padre quien hace
necesario que el hijo vaya a Jerusalén a padecer mucho y morir allí, sino los
hombres, que entre nosotros, como observa san Vicente de Paúl, «es muy difícil
hacer algún bien sin contrariedades» (I:143).
Los hombres, sí, le mandamos a Jesús a su muerte cruel, a causa de nuestra
oposición a la verdad, la justicia, al amor solidario y compasivo, por insistir en
encerrarnos en nuestros intereses. Jesús es víctima del egoísmo humano, de la
codicia. Pero precisamente por dejarse ser víctima nuestra, Jesús nos salva,
ejemplificando que por perder la vida, uno la encuentra y la salva.
Y a los que pretendemos ser discípulos, a nosotros, más que a nadie, se nos
exhorta, desde luego, a cargar con nuestra cruz y seguirle al Maestro. Nos quiere
hostias vivas como él y con él, entregando nuestro cuerpo y derramando nuestra
sangre. Nos seduce a ser el hazmerreír del mundo, pobres, débiles, necios, a
situarnos libremente en un curso de colisión con los que no piensan como Dios.
Con permiso de somos.vicencianos.org