II Domingo de Adviento, Ciclo C.
El Adviento es esperar al Niño Dios que nace en Belén; en el Adviento, la Iglesia
nos coloca en la misma situación de espera de los justos del Antiguo
Testamento, que esperaban la llegada del Mesías. Es decir, el tiempo de
Adviento es, para los cristianos, esperar al Mesías, así como lo esperaban los
justos en el Antiguo Testamento.
Si Adviento es entonces esperar al Mesías, ¿qué era lo que esperaban aquellos
que esperaban al Mesías? Ante todo, quienes esperaban al Mesías, esperaban
que el Mesías, luego de su venida, obrara grandes obras a favor de Israel. El
Mesías, al llegar a la tierra desde el cielo, intervendría en la historia de Israel,
obrando grandes maravillas en su favor.
Pero, ¿qué era exactamente lo que haría el Mesías? Tenemos que saber qué era
lo que esperaban los justos del Antiguo Testamento, porque eso mismo es lo que
nosotros esperamos del Niño que nace en Belén, en Navidad.
¿Qué era lo que esperaban los justos del Antiguo Testamento? Escuchemos al
profeta Isaías: “Así habla el Se￱or: ¿no falta poco, muy poco tiempo, para que el
Líbano se vuelve un vergel y el vergel parezca un bosque? Aquél día, los sordos
oirán las palabras del libro, y los ojos de los ciegos verán, libres de tinieblas y
oscuridad. Los humildes se alegrarán más y más en el Señor y los más
indigentes se regocijarán en el Santo de Israel. Porque se acabarán los tiranos,
desaparecerá el insolente, y serán extirpados los que acechan para hacer el mal,
los que con una palabra hacen condenar a un hombre, los que tienden trampas
al que actúa en un juicio, y porque sí nomás perjudican al justo. Por eso, así
habla el Señor, el Dios de la casa de Jacob, el que rescató a Abraham: en
adelante, Jacob no se avergonzará, ni se pondrá pálido su rostro. Porque, al ver
lo que hago en medio de él, proclamarán que mi Nombre es santo, proclamarán
al santo de Jacob y temerán al Dios de Israel. Los espíritus extraviados llegarán
a entender, y los recalcitrantes aceptarán la ense￱anza” (cfr. Is 29, 17-24).
“¿No falta poco para que el Líbano parezca un vergel?” El Líbano, es conocido
por ser un desierto, y cuando llegue el Mesías, se transformará en un vergel, es
decir, en un jardín tupido y, más que un jardín, se transformará en un bosque.
¿Qué quiere decir esto? El desierto es un símbolo y una figura del alma sin Dios
y su gracia: así como en el desierto la tierra es árida y muerta porque no puede
germinar nada en ella por falta de agua, así el alma, sin la gracia de Dios, está
muerta, sin vida, y ninguna virtud ni cosa buena puede germinar en ella; el
Mesías va a traer la gracia de Dios, que fecundará el alma, y la hará crecer y
germinar en amor de Dios, en buenas obras, en fe, en compasión y en caridad,
así como la lluvia fecunda a la tierra sedienta y desierta, haciendo germinar la
vegetación, convirtiendo a la tierra desértica en un frondoso bosque tropical.
“Los sordos oirán las palabras del libro, y los ojos de los ciegos verán, libres de
tinieblas y oscuridad”. La gracia de Dios obra en los oídos del alma, abriéndolos
a la Palabra de Dios, y obra en los ojos del alma, quitándoles la ceguera e
iluminándolos con la luz divina. Por la gracia de Dios, el alma puede oír la Buena
Noticia del Hijo de Dios, proclamada en su Iglesia, y puede ver, por la fe, la
realidad de la Presencia sacramental de Dios Hijo en la Eucaristía.
“Los humildes se alegrarán más y más en el Se￱or y los más indigentes se
regocijarán en el Santo de Israel”. La gracia de Dios concede la humildad del
corazón, que permite al corazón alegrarse no con las alegrías vanas y pasajeras
del mundo, sino con la alegría misma del Hombre-Dios Jesucristo. La gracia
adorna al corazón con la humildad, volviéndolo semejante a los Sagrados
Corazones de Jesús y de María, fuentes de humildad y alegría, a la vez que
impide la gracia que el corazón se vuelva soberbio y orgulloso, como el corazón
negro y pervertido de Satanás. Un corazón humilde, es un corazón que se
humilla delante de Dios, delante de su altar, delante de la Eucaristía, delante de
su Presencia sacramental; un corazón humilde es un corazón que busca la
humillación y la auto-humillación como modo de participar de la humillación de
Cristo en la cruz; un corazón humilde adora a Cristo Dios que viene a su
encuentro en la comunión, y le abre las puertas del alma, para que Cristo entre
en él y cene con él; un corazón humilde es luminoso e ilumina al mundo con la
luz de sus obras de misericordia, con su compasión, con su caridad, con su
bondad, que son un reflejo y una prolongación de la misericordia, de la
compasión, de la caridad y de la bondad de Cristo Dios; un corazón humilde es
un corazón lleno de la gracia de Dios, y es lo opuesto a un corazón
entenebrecido y oscurecido por la soberbia y el orgullo, la codicia y la avaricia,
escalones y cadenas con los cuales el demonio arrastra, de a poco, al alma,
hacia las profundidades del infierno. Un corazón soberbio no permite la entrada
de Cristo Eucaristía y su gracia en el alma, asemejándose al corazón oscuro y
perverso del demonio, que rebosa de soberbia y orgullo.
El Mesías viene a traer la gracia, que transforma al corazón en un corazón
semejante al corazón de Jesús y semejante al corazón de María: un corazón
luminoso, bondadoso, pacífico, alegre, compasivo y misericordioso.
“(…) Se acabarán los tiranos, desaparecerá el insolente, y serán extirpados los
que acechan para hacer el mal, los que con una palabra hacen condenar a un
hombre, los que tienden trampas al que actúa en un juicio, y porque sí nomás
perjudican al justo”. Esto puede entenderse en varias maneras: puede referirse
a los espíritus del mal, los demonios, porque el Mesías, Cristo, al morir en cruz,
los derrotó para siempre, y puede entenderse también en relación al hombre,
puesto que con la gracia divina en el alma, el hombre deja de ser tirano para
con su prójimo, deja de ser insolente, deja la charlatanería, con la cual hunde al
prójimo, y deja de ser injusto, para volverse él mismo justo, a imitación del
Justo de Dios, Jesucristo. Es por esto que el Mesías acabará con los que obran el
mal.
“Por eso, así habla el Se￱or, el Dios de la casa de Jacob, el que rescat￳ a
Abraham: en adelante, Jacob no se avergonzará, ni se pondrá pálido su rostro.
Porque, al ver lo que hago en medio de él, proclamarán que mi Nombre es
santo, proclamarán al santo de Jacob y temerán al Dios de Israel. Los espíritus
extraviados llegarán a entender, y los recalcitrantes aceptarán la ense￱anza”. No
sólo nadie se avergonzará, sino que todos quedarán sorprendidos cuando vean
las obras del Mesías, es decir, sus milagros, y entonces dirán: “El Nombre de
Dios es Santo”: dirán que Dios es santo, cuando vean, con la luz de la fe,
convertirse el vino del altar en la Sangre del Cordero, cuando vean convertirse el
pan del altar en el cuerpo resucitado de Jesús, por la santidad de Dios, “Fuente
de toda santidad” ; cuando vean sobre el altar de la Iglesia al misterio de Cristo
resucitado; cuando vean que el Mesías, Cristo Dios, está vivo, resucitado,
glorioso, en el altar eucarístico. Por todo esto, Jacob, es decir, los bautizados en
la Iglesia, proclamará que el Nombre de Dios es santo.
Continúa Isaías: “Así habla el Se￱or: pueblo de Si￳n, que habitas en Jerusalén,
ya no tendrás que llorar: Él se apiadará de ti al oír tu clamor; apenas te
escuche, te responderá. Cuando el Señor les haya dado el pan de la angustia, y
el agua de la aflicción, aquél que te instruye no se ocultará más, sino que verás
a tu maestro con tus propios ojos”: ya no llorarán quienes vean al Se￱or
resucitado en la Eucaristía; el Mesías escucha el clamor de su pueblo, y
desciende desde el cielo apenas su Iglesia lo invoca por medio del sacerdote
ministerial, en el momento de la consagración; el Mesías ya no se oculta, sino
que viene en el Pan del altar, el Pan del cielo, la Eucaristía; ya no dará el pan de
la aflicción de su ausencia, sino el Pan sacramentado, el Pan de su Presencia.
“Tus oídos escucharán detrás de ti, una palabra: “Éste es el camino, síganlo,
aunque se hayan desviado a la derecha o a la izquierda”. Jesús en el Evangelio
dice: “Yo Soy el Camino”, y ese Camino es Cristo en la Eucaristía. Quien
encuentra a Cristo en la Eucaristía, debe decir: “Éste es el camino, aquí, en el
Pan del altar, está nuestro Dios, sigámoslo”.
“El Se￱or te dará lluvia para la semilla que siembres en el suelo, y el pan que
produzca el terreno será rico y substancioso (…) En todo monte elevado y en
toda colina alta, habrá arroyos y corrientes de agua”. La lluvia que hace caer
Dios desde el cielo es la gracia, que fecunda el suelo seco que es el corazón
humano, y el Pan que da Dios es Cristo en la Eucaristía.
“Entonces, la luz de la luna será como la luz del sol, y la luz del sol será siete
veces más intensa –como la luz de siete días-” (cfr. Is 30, 19-21, 23-26).
Cuando llegue el Mesías, se verá una luz más intensa que la luz de mil soles
juntos, porque el Mesías es Dios, y Dios es luz eterna; cuando llegue el Mesías
en Navidad, el mundo será alumbrado con la luz eterna de Dios, que saldrá del
Niño que nace en Belén, y toda alma será alumbrada por esta luz divina y
eterna.
Es esto lo que los profetas del Antiguo Testamento dicen acerca del Mesías, y
nos volvemos a preguntar, como al inicio: ¿por qué nos interesa saber qué era lo
que esperaban los justos del Antiguo Testamento?
Porque todo lo que esperaban los antiguos, lo trajo Jesús cuando vino a este
mundo en Belén; todo lo que esperaban los antiguos, lo trajo Jesús con su
gracia; todo lo que el Mesías, Cristo Dios, viene a traer para el mundo, su
gracia, y con su gracia, su vida, su amor, su paz y su alegría, la trae Cristo Dios
para nosotros en Belén, en Palestina, y también en el Nuevo Belén, el altar
eucarístico: la luz eterna, la vida de la gracia, el amor, la paz y la alegría que
esperaban los justos del Mesías, nos lo trae el Niño Dios en Belén, y todo esto, lo
tenemos los cristianos en la Eucaristía, y es por eso que los cristianos somos
privilegiados, porque poseemos lo que otros esperaban y no recibieron:
poseemos al Mesías que viene oculto en lo que parece pan.
La Misa es para nosotros la llegada del Mesías, el Nacimiento de Dios Niño en
Belén, que viene a nuestro encuentro con su gracia, oculto en el Pan del altar.
Padre Álvaro Sánchez Rueda