DOMINGO XXI DEL TIEMPO ORDINARIO (A)
Homilía del P. Joan M. Mayol, rector del Santuario de Santa María de Montserrat
24 de agosto de 2014
Is 22, 19-23; Rom 11, 33-36; Mt 16, 13-20
Mirando estos días pasados desde el claustro gótico del monasterio los numerosos
peregrinos y visitantes de Montserrat corriendo arriba y abajo bajo la lluvia de este
"agosto resfriado", más de una vez me ha venido a la memoria un pensamiento muy
sencillo de Pascal: En cada gota de agua hay más de Dios que de agua . Con ello
Pascal expresaba su intuición del misterio de la presencia de Dios en el mundo
sosteniéndolo y generando constantemente en él nueva vida. Y es desde esta
perspectiva que los creyentes miramos y valoramos la historia humana de la que
formamos parte. Isaías lo hizo así en su tiempo. Y a pesar de contemplar la mala
gestión de los poderosos de aquel momento histórico supo dar un mensaje de
esperanza basado en la providencia de Dios que, si bien puede parecer que hay
momentos en que nos abandona, la experiencia de la historia nos dice que podemos
mantener la certeza de que nunca se olvida de nosotros. El Señor no deja de suscitar
personas de bien en medio del desorden y de todo desastre. La historia la construimos
los hombres, ciertamente, pero quien edifica en el bien es la presencia de Dios en ella
por medio de su Palabra y a través de las personas que se comportan, tal como está
escrito, con honradez de corazón.
San Pablo contemplando la voluntad salvadora de Dios, que atraviesa la historia
respetando la libertad de sus protagonistas pero haciéndose presente entre ellos como
misericordia constante y gracia siempre nueva, exclamaba: Él es el origen, guía y
meta del universo . Todo viene de él nos dice el apóstol, y a pesar de que lo que de él
viene por manos de los hombres puede malograrse, todo pasa por él porque en la cruz
y en la resurrección de Jesús todo reencuentra la bondad del sentido primigenio y
recibe la fuerza de su santidad original. Finalmente todo se encamina a hacia él según
los ritmos y los límites humanos, pero llevando con mayor o menor provecho el
germen de una plenitud eterna.
Desde esta perspectiva podemos también contemplar el episodio evangélico de hoy.
La confesión es de Pedro, pero la inspiración, nos dice Jesús, proviene del Padre del
Cielo, porque todo viene de él. La comunidad que el Hijo del hombre funda en esta fe
de Pedro es humana, pero el poder de atar y de desatar que le es dado es del Hijo de
Dios vivo. Así pues, este poder, esta gracia que vienen de la cruz y de la resurrección
del Señor, pasan por él, pasan por la humanidad glorificada del Hijo de Dios. Y todo se
encamina hacia él, porque el poder de las llaves no es otro que el perdón de los
pecados que es el Espíritu Santo, poder de la gracia divina que desata al hombre de la
muerte y don del amor divino que lo liga, ya en este mundo, a la vida eterna,
encaminándose a la plenitud en Dios del que toda persona tiene el deseo en el alma y
lleva en el corazón la añoranza. Como el apóstol no podemos decir otra cosa que:
Gloria a él por siempre.
La contemplación del don de Dios en la obra de Jesucristo no sólo nos debe mover a
la alabanza sino que debe suscitar en nosotros el anhelo de responder con
generosidad. ¿Quién es Jesús realmente para mí? Esta pregunta de hace 2000 años
es actual para cada generación. Y el ejemplo del pasado nos puede servir para
responder con más autenticidad. Esta pregunta ya se la habían hecho a los discípulos
en la travesía accidentada del lago de Galilea; fascinados por Jesús pero ajenos a su
mensaje de cruz y de vida. Esta misma cuestión ya se la planteó el pueblo,
entusiasmado pero distante, cuando Jesús entró como rey Mesías aclamado por los
niños en la ciudad de Jerusalén. Caifás la formuló directamente a Jesús en medio del
consejo del Sanedrín, pero la respuesta les ocasionó escándalo y ofuscamiento
totales. Pilatos sabiendo de oídos que Jesús era el Mesías no fue capaz de reconocer
en la debilidad de la pasión la verdadera identidad del Señor. Y es que cuesta
realmente reconocer su divinidad sobre todo en la pasión y en la cruz. Todos
quisiéramos cantar, como escribió Machado, más al Jesús que caminó sobre el agua
que al clavado en la cruz. Nos cuesta ver que el camino del amor esforzado hasta el
extremo que muestra la cruz del Señor es el único camino auténtico de vida y de
plenitud. Ciertamente, sin la certeza de la resurrección sería del todo imposible dar un
solo paso en este camino. Sin la experiencia del resucitado ningún apóstol no hubiera
podido escribir una sola palabra creíble sobre Jesús. Sin la resurrección la comunidad
que se dispersó por la muerte del Señor no hubiera tenido valor ni fuerzas para volver
a reunirse y anunciar su Evangelio.
¿Qué es la Iglesia para nosotros? Quizá es la realidad que más claramente
respondería a lo que verdaderamente Jesús es en nuestra vida. La Iglesia, la
comunidad de fe que el domingo tras domingo celebra la presencia viva de Jesús
resucitado, es la que hace posible que la fuerza de su Espíritu que es perdón, gracia y
vida abundante, llegue efectivamente a los hombres curando, alentando y dando
sentido y plenitud a lo cotidiano de nuestras vidas. En el seno de la comunidad, la
pregunta de Jesús sigue incomodando nuestra fe dormida.
El ejemplo de los Doce nos debe servir de consuelo y de coraje. Antes de responder a
la pregunta de Jesús, ellos experimentaron la verdad de su persona justamente en la
dificultad: Cuando Pedro que caminaba sobre el agua se hundía y pidió a Jesús que lo
salvara. Nosotros desde nuestra debilidad también experimentamos la fuerza
salvadora de Jesús. Nosotros, como Pedro y los otros discípulos somos hombres de
poca fe, poca pero suficiente para no hundirse en medio de la tormenta y seguir en la
barca de Jesús para llegar a buen puerto con él. Cuando uno experimenta el poder del
perdón de Jesús, capaz de hacer resurgir una vida maltrecha y desesperanzada,
cuando uno siente la fuerza del amor y del consuelo de su proximidad a través de la
oración y de la comunidad en momentos de angustia o de duelo, no puede negar su
poder glorioso. Sí, tú eres Señor el hijo de Dios, afirmaron todos los que estaban con
Pedro en la barca. Tú eres el Mesías el Hijo el Dios vivo responde hoy, Pedro, en
nombre de los Doce y de todos nosotros.
Esta confesión de fe, como la que ahora haremos en el Credo, no es una fórmula más,
aprendida de memoria, contempla corazón adentro todo el amor y la misericordia de
Dios manifestada a través de la sacralidad de la historia humana y de nuestra realidad
personal, y el hecho de recitarla supone nuestra adhesión al ser y al hacer de Dios que
se manifiestan. Nuestra fe tal vez se parece a una de esas gotas de agua de este
"agosto resfriado" que recordaba al principio, pero sin embargo, como cada una de
estas gotas, la fe que profesamos en Jesús, el Hijo de Dios vivo, es portadora de vida
y de esperanza más allá de lo que podemos comprender en un primer momento,
porque en ella hay más de Dios que de nosotros. Gloria a él en la Iglesia y en
Jesucristo de generación en generación por los siglos de los siglos. Amén .