Comentario al evangelio del lunes, 15 de septiembre de 2014
Queridos amigos:
Antes de adentrarnos en el misterio, sumémonos al pueblo. Por ejemplo, en una tarde del Viernes
Santo: es su día. La Virgen de los Dolores está en la calle, acompañando a su hijo, muerto en la cruz
que porta la gente. El manto negro se derrama sobre su cuerpo; solo aparecen sus manos suplicantes y
la cara, llena de dolor y en actitud serena. A veces, siete puñales circundan su corazón. Nuestro pueblo
la llama la Dolorosa, la Piedad, la Soledad. Ante este cuadro, la liturgia nos invita a rezar: “La Madre
piadosa estaba junto a la cruz y lloraba, mientras el Hijo pendía… Hazme contigo llorar, y, de veras,
lastimar de sus penas mientras vivo”. (Si quieres coronar la escena, escucha una música clásica del
“Stabat Mater”).
Curiosamente, María no estaba presente en los momentos de gloria de Jesús. No pudo escuchar a las
gentes que atestiguaban “Nadie habla con autoridad como él”. O a la mujer fascinada: “Feliz el seno
que te llevó y los pechos que te amamantaron”. Pero aquí la vemos junto al Hijo agonizante. Está a
punto para poder escuchar: “Ahí tienes a tu hijo”, “Ahí tienes a tu madre”. Queda asociada a la muerte
salvadora de Jesús; es colaboradora obediente de la Redención que quita el pecado del mundo. Como
Madre del moribundo, comparte el dolor; como Nueva Eva, nos da la vida: es su maternidad espiritual.
Nosotros somos los hijos de María, ella es la Madre de la Iglesia. La Virgen es la mujer mártir –sin
morir-, es la Dolorosa sufriente, fiel, intrépida, “Madre de los creyentes”.
Solo nos queda recibir en casa a María, como el discípulo amado. “Todo queda en casa”: María es la
casa de Jesús, la casa del Cuerpo de Cristo; y la Iglesia es la casa de María. Como Madre del
Crucificado, tiene en su corazón el nombre de todos los crucificados: tantos sufrientes por la soledad,
por la enfermedad, por el hambre, por el terror, por la violencia loca. Ahora nos toca juntarnos a ella
para querer a tanta víctima inocente. Con San Pablo, vamos a completar en nuestra carne los dolores de
Cristo, sufriendo por su Cuerpo que es la Iglesia. Antes, en cada Eucaristía, ofreceremos el Sacrificio,
con María la Madre de Jesús y madre nuestra. Y si a alguno todavía le cuesta verse amado por Dios,
incluso en el dolor, mirar a esta mujer, carne de nuestra carne herida, será un camino más fácil para ver
a Dios al lado de los que sufren.
Conrado Bueno, cmf