Comentario al evangelio del sábado, 20 de septiembre de 2014
Queridos amigos:
Parábola del sembrador, tan literariamente bella, tan profunda en su sentido, tan importante como para
que sea el mismo Jesús quien la explique a los suyos. Un sentimiento agridulce nos envuelve. Hoy
“revive” la Palabra: el sínodo reciente sobre el tema, la pasión frecuente en torno a la Lectio Divina, la
presencia de la Biblia en muchos foros. Pero el sabor amargo nos acucia: qué mala prensa tienen
nuestras homilías (“no me eches sermones”, igual a “no me aburras”), qué escaso fruto detrás de tantas
catequesis o clases de religión. ¿Cuántos leen los documentos de los Obispos?
El mismo Jesús lo clarifica. Dios es el sembrador, la semilla es la palabra y la tierra es el corazón del
hombre. Es la palabra que estuvo en el principio de la creación y de la historia, que se reveló en
Jesucristo, Verbo de Dios y palabra en el tiempo, que se escucha y ora en la Iglesia, que se siembra a
raudales en la tarea misionera. Una nota peculiar de la siembra es la abundancia; cae sobre todos los
terrenos, los fecundos y los baldíos, sobre tierra mullida y sobre zarzas. Jesús habló para todos; para
los que, fascinados, le escuchaban y para los que no le querían. Luego, ante tan buena siembra, la
respuesta del hombre es muy diversa. Es el misterio de la libertad del hombre. Dios solo nos propone
sin imponer nada. ¿Por qué unos se abren generosamente a la palabra, mientras otros se cierran en la
indiferencia? ¿Por qué?
Pues hay que ser optimistas, según el texto de la parábola. Esta apunta que “la mayor parte” cayó en
tierra buena, y dio el treinta, el sesenta y hasta el ciento por uno. Dicen que, aun en las buenas cosechas
de entonces, no salía más del siete por ciento. Ojalá este optimismo nos empuje a promover mucho el
estudio y la oración de la Palabra. Por otra parte, aun sabiendo que el fruto es don del cielo, sabemos
que nosotros somos el cauce por donde discurre la semilla. Nos preguntamos: ¿cómo vivimos nosotros
la palabra, antes de comunicarla a los demás? No olvidamos que en nosotros también hay zarzas y
pedregales; nuestras perezas, frivolidades, mundanidades, antivalores evangélicos, durezas de corazón,
pueden sofocar la semilla. Y, al revés, si nos acompaña la profundidad de vida espiritual, la cosecha
estará más segura. Siempre estamos preguntándonos, ¿cómo está nuestro corazón sobre el que se
derrama la palabra de Dios? Hagamos como María, la Madre de Jesús, que escuchaba, guardaba y
ponía por obra lo que quería su Hijo. Solo así, lograremos que, como en los profetas y apóstoles, arda
nuestro corazón de discípulos de Jesús y apóstoles del Evangelio.
Conrado Bueno, cmf