Comentario al evangelio del jueves, 2 de octubre de 2014
La necesidad de ser amado es una de las necesidades básicas de la persona humana. Lo dicen hasta
los estudios de psicología infantil sobre el desarrollo de los niños recién nacidos. No son capaces de
hablar ni de elaborar ideas. Mucho menos de entenderlas y comprenderlas. Pero ciertamente son
capaces de percibir el cariño. Al calor del cuerpo de la madre o del padre se sienten seguros y
tranquilos. Cuando crecemos, no cambiamos demasiado por más que nos hagamos ilusiones. Seguimos
necesitando el cariño, el amor, el vivir rodeados de afecto.
Pasa que el niño recibe todo eso gratis. No se le pide nada. A lo más una sonrisa o un beso. Y
algunos llegan o llegamos a mayores pensando que nos lo tienen que seguir dando sin dar nosotros
nada a cambio. Somos como una especie de agujero negro que lo pretende absorber todo. Al final,
terminamos conociendo la mayor de las soledades.
Diría que la propuesta de Jesús es que en el reino hay que hacerse como niños. Ellos, los pequeños,
los débiles, son los más fuertes en el reino de los cielos. Pero, y aquí viene lo interesante, siendo
mayores. Es decir, reconociendo que todos somos niños, que todos somos débiles, que todos somos
pequeños. Y que tenemos que caminar juntos. Y que el amor está para compartirse.
Así que... los ángeles somos nosotros mismos. Somos, debemos ser, ángeles y niños a la vez.
Protectores y protegidos en torno a la mesa de la fraternidad donde se sientan los hijos e hijas del
Padre-Dios. Haciendo camino juntos, sin dejar nunca a nadie marginado o abandonado. Dando la mano
para levantar al que cae y recibiendo con agradecimiento la mano que nos tienden cuando los caídos
somos nosotros (el que diga que no ha caído nunca, que no es débil, frágil y pequeño, miente como un
bellaco).
Si así hacemos, veremos muchos más ángeles a nuestro alrededor. Incluso, hasta cuando nos
miremos al espejo, terminaremos viendo uno.
Fernando Torres Pérez, cmf