XXIII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Amor fraterno
El cambio de mentalidad requerido por Pablo el domingo anterior empieza a
desarrollarse con el mandamiento del amor al prójimo: "A nadie le debáis
nada, más que amor..." (Rom 3,8-10). El amor es la síntesis de todos los
mandamientos y la expresión más profunda de la existencia cristiana. De él
derivan todas las manifestaciones paradójicas que contrastan con los criterios
meramente humanos: el perdón a los enemigos, la bendición a los que
maldicen, la oración por los que nos persiguen, responder con el bien a los que
nos hacen mal, devolver bendiciones a los que nos insultan. El amor es lo que
vence todo tipo de mal, por eso corresponde a los cristianos poner el amor de
la cruz de Cristo como victoria sobre el mal de la injusticia de toda cruz. Ese
amor, el de Cristo, es el que hace nuevas todas las cosas. Es el amor que
vence al mundo, el que rompe definitivamente la cadena del mal, de la
violencia, de la injusticia, del odio y del pecado. A ese tipo de amor está
llamada la comunidad cristiana.
El texto evangélico de este domingo (Mt 18,15-20) forma parte del cuarto
discurso de Jesús en el primer evangelio, dedicado a las instrucciones básicas
que deben orientar las relaciones de amor en el interior de la comunidad
eclesial. En dicho discurso Jesús enseña que la verdadera grandeza consiste en
rebajarse ante los demás haciéndose como niños, que es necesario cortar por
lo sano con todo que lo supone un escándalo en la vida de la Iglesia, es decir,
con todas las obras, ideas y sentimientos que sean un obstáculo para que el
Reino de Dios se haga una realidad viva y presente en la historia humana, y
también que es preciso acoger a los más pequeños y no dar por perdido nunca
a ninguno de ellos, pues la alegría de encontrar a la oveja extraviada es
incomparable con la habitual de la vida cristiana.
En la segunda parte del capítulo dieciocho Mateo incorpora nuevas enseñanzas
de Jesús que sólo aparecen en este evangelio e introduce el concepto de
"hermano" como clave de la relación intraeclesial. Fundamentado en la
vivencia de Dios en cuanto Padre, la descripción de la relación fraterna aborda
tres cuestiones básicas y distintivas de la vida cristiana: la corrección fraterna,
la petición comunitaria y el perdón, como cénit de la identidad cristiana.
Al tema del perdón está dedicado el final del discurso (Mt 18,21-35) que, con
la parábola correspondiente del deudor inmisericorde, ilustra la permanente
capacidad de los cristianos para perdonar siempre, una y mil veces, pero sin
que este perdón sea concebido nunca como un derecho exigible sino como un
don concedido en la dinámica de la gratuidad, propia de la justicia
sobreabundante del Reinado de Dios en la vida humana. No sería mala idea
revisar nuestras relaciones en el interior de las comunidades cristianas desde
las claves de este hermoso discurso del Señor Jesús.
Pero podemos concentrarnos en la enseñanza de Jesús en el evangelio de hoy,
acerca de la corrección fraterna y de la petición comunitaria a Dios Padre. La
única iglesia de Jesús se construye mediante vínculos fraternales de igualdad.
La mejor categoría para denominar esta comunidad es la fraternidad. Así lo
denomina la Carta Primera de Pedro (1 Pe 2,17; 5,9), y además, Jesús, como
hermano de todos e identificado especialmente con los que sufren (Mt 25,35-
36), se hace el servidor de todos hasta dar la vida en la cruz y encabeza así la
nueva fraternidad humana, de la cual la iglesia ha de ser el más vivo fermento.
La fraternidad que Jesús crea con los sufrientes es la que se hace patente
también en la comunidad eclesial. El mismo Señor que está presente en cada
uno de los hermanos más pequeños, los que sufren, es el que está en medio
de los que se reúnen en su nombre.
Sin embargo, la fraternidad cristiana es tal en virtud de pertenecer a la familia
de Dios Padre, ante el cual no puede haber ninguna connivencia con el mal,
ninguna permisividad respecto al pecado y ninguna condescendencia de
favoritismo basada en el vínculo fraterno o familiar; más bien, todo lo
contrario; por responsabilidad en la administración de los dones recibidos del
mismo Padre, por solidaridad corresponsable con el hermano, por puro y
auténtico amor al hermano, en el interior de la comunidad cristiana, debe
darse la corrección fraterna.
La corrección fraterna no es un juicio emitido contra el hermano, ni una crítica
destructiva, sino el ejercicio del amor en la confrontación con el mal que afecta
al hermano. El amor auténtico se goza en la verdad, no hace guiños a la
mentira ni a la corrupción y sólo busca ganarse al hermano, mediante la
palabra convincente, para restablecer la armonía en el amor del Padre. Jesús
enseña también cómo debe hacerse la corrección fraterna; primero en diálogo
personal y privado, pues la palabra intercambiada es creadora de una relación
nueva entre los hermanos, ya que nace del reconocimiento y de la valoración
del otro como un don de Dios en la vida propia; y después, si la corrección no
ha sido escuchada o aceptada, la comunidad eclesial, en la que siempre está
presente Jesús, ha de encontrar la solución adecuada buscando siempre el bien
y la verdad, es decir, el reinado de Dios y su justicia. La potestad para
discernir y corregir ha sido concedida a la comunidad eclesial con el fin de
mantener vivo el espíritu de la fraternidad. La plegaria dirigida al Padre con
este espíritu siempre será escuchada.
José Cervantes Gabarrón es sacerdote misionero y profesor de Sagrada
Escritura.