Exaltación de la Santa Cruz
PRIMERA LECTURA
Cuando una serpiente mordía a uno, él miraba a la serpiente de bronce y quedaba curado.
Lectura del libro de los Números 21,4b-9
En aquellos días, el pueblo estaba extenuado del camino, y habló contra Dios y contra Moisés: «¿Por qué nos has
sacado de Egipto para morir en el desierto? No tenemos ni pan ni agua, y nos da náusea ese pan sin cuerpo.» El
Señor envió contra el pueblo serpientes venenosas, que los mordían, y murieron muchos israelitas. Entonces el
pueblo acudió a Moisés, diciendo: «Hemos pecado hablando contra el Señor y contra ti; reza al Señor para que
aparte de nosotros las serpientes.» Moisés rezó al Señor por el pueblo, y el Señor le respondió: «Haz una serpiente
venenosa y colócala en un estandarte: los mordidos de serpientes quedarán sanos al mirarla.» Moisés hizo una
serpiente de bronce y la colocó en un estandarte. Cuando una serpiente mordía a uno, él miraba a la serpiente de
bronce y quedaba curado.
Sal 77,1-2.34-35.36-37.38 R/. No olvidéis las acciones del Señor
SEGUNDA LECTURA
Se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Filipenses 2,6-11
Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y
tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó
hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo levantó sobre todo y le concedió el
«Nombre-sobre-todo-nombre»; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el
abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre.
EVANGELIO
Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único
Lectura del santo evangelio según san Juan 3,13-17
En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo: «Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre.
Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre , para que todo el
que cree en él tenga vida eterna. Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno
de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para condenar al
mundo, sino para que el mundo se salve por él
Exaltación de la Cruz, exaltación del Amor
El mero enunciado de esta fiesta puede sonar extraño a los oídos de muchos, incluso creyentes. Pase que la cruz
haya de ser soportada y aceptada con resignación, si es que se presenta. Pero, ¿es necesario incluso exaltarla? ¿No
representa esto rendir culto al dolor, al sufrimiento, a aquello que espontáneamente nos repugna? ¿No significa, en
definitiva, sancionar una visión de la fe cristiana centrada en los aspectos negativos de la vida y de espaldas a sus
alegrías?
Algunas fiestas cristianas tienen orígenes históricos concretos que nos ayudan a entender por qué se celebran. En
este caso, la Iglesia (tanto la católica, como la ortodoxa y también diversas confesiones protestantes) conmemora el
hallazgo hacia el año 320 por santa Elena, madre de Constantino, de la Cruz en la que fue crucificado Jesucristo y la
consagración de la Iglesia del Santo Sepulcro, erigida el año 335. Conmemora también la recuperación de esta
reliquia el año 628 por el emperador Heraclio, después de que el rey Cosroes de Persia se la hubiera llevado de
Jerusalén catorce años antes.
Pero más allá de estas anécdotas históricas, ¿qué sentido tiene exaltar la cruz, instrumento de tortura y de muerte?
Planteamos de nuevo la pregunta inicial con otras palabras: ¿significa esto que la vida de fe consiste en fastidiarse
ahora renunciando a los placeres de este mundo, para luego disfrutar de placeres celestiales (que en la imaginación
de muchos, serían más o menos igual que los mundanos, pero elevados a la enésima potencia)?
Esta fiesta puede ayudarnos a purificar algunas formas deformadas de entender la fe cristiana.
La cruz expresa de un modo peculiar la condición limitada del ser humano, la presencia en su vida del sufrimiento.
En la primera lectura se nos ofrece de manera sintética un cuadro completo de estos sufrimientos: está, en primer
lugar, el sufrimiento físico, representado ahí en el hambre y la sed del pueblo en el desierto. En segundo lugar, existe
el sufrimiento moral: el pecado, la rebelión contra Dios, es también fuente de sufrimientos y expresión de nuestra
condición limitada. El pueblo busca culpables de su penosa situación y, tras acusar a Moisés, acaba dirigiendo sus
quejas contra el mismo Dios. Es un expediente frecuente, que se repite sin cesar en la historia humana. El hombre
que quiere y afirma su libertad, no quiere cargar con el peso de la misma, y olvidando que es Dios quien le ha dado
la condición de ser libre, y le ha liberado de la esclavitud, no quiere cargar con el peso y el riesgo que esa libertad
comporta: la travesía del desierto. El mal moral provoca nuevos sufrimientos físicos, representados en la primera
lectura en las serpientes que mordían a los que habían murmurado contra Dios, y que podemos entender de manera
amplia, como todo el sufrimiento provocado por la injusticia, la violencia, la pobreza, es decir por la acción indebida
de los seres humanos. La muerte provocada por esas mordeduras es la síntesis final de todos los males y
sufrimientos que podemos padecer.
En esta lectura aparecen las serpientes como un castigo de Dios. Esto refleja la mentalidad tradicional de Israel y
que todavía está vigente para muchos. Pero, ¿puede decirse realmente que Dios provoca esos sufrimientos, que nos
envía castigos (físicos o morales por nuestros pecados)? La plena comprensión del Antiguo Testamento la
obtenemos gracias a la clave de lectura que nos da el Nuevo, esto es, la persona de Jesucristo. Y es el mismo Cristo
el que dice hoy, en su conversación con Nicodemo, que “Dios no mandó su Hijo al mundo para condenar al mundo,
sino para que el mundo se salve por él”. Pero si es así, ¿por qué permite el sufrimiento físico, cómo se opone al mal
moral, causa de muchos otros padecimientos? Digamos que el sufrimiento físico es consecuencia de la condición
limitada del mundo en que vivimos y del que formamos parte. El dolor físico es un aviso de un desorden en nuestro
organismo, y pese a su carácter desagradable (o precisamente por él) está al servicio de la vida: si no hubiera dolor,
nuestra viabilidad perdería muchos enteros, o se haría sencillamente imposible. Nuestra existencia en este mundo es
algo temporal, pero estamos llamados a una vida plena en Dios. El mal moral y el sufrimiento que produce son
consecuencia de nuestra libertad, del abuso de la misma, de eso que llamamos pecado, aunque la palabra no esté de
moda. ¿Qué hace Dios ante ello? En primer lugar, respeta nuestra libertad y el ámbito de la misma, que es
precisamente el de nuestra existencia en este mundo. Pero su respeto no significa que permanezca indiferente ante el
mal, el pecado y el dolor. En la primera lectura vemos cómo lo que era la causa de muerte, se convierte en
instrumento de salvación y de sanación. Es un signo profético de la salvación en Cristo.
El Dios que no permanece indiferente ante nuestros males, pero que respeta el bien de la libertad que Él mismo nos
ha dado, viene a nosotros, no con poder, con soberbia o con ira, amenazando, sino al contrario, abajándose,
poniéndose a nuestra altura, para compartir con nosotros nuestra situación y nuestro destino: nuestras penas,
nuestros dolores, nuestras oscuridades e incerteza, también las consecuencias de las injusticias humanas, de nuestros
pecados, y todo esto hasta el extremo, hasta la muerte, y muerte de Cruz. La Cruz, sí, es un instrumento de tortura,
pero en Cristo se ha convertido en el signo y la realidad de un amor sin límites: “Tanto amó Dios al mundo que
entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna.” Jesús
mismo habla de su cruz como de una elevación, es decir, una exaltación, porque sufriendo nuestros sufrimientos,
padeciendo por nuestras injusticias y pecados, muriendo nuestra muerte, nos ha regalado la vida. Como la serpiente
que causaba la muerte, elevada simbólicamente por Moisés, se convirtió en causa de salud, así Cristo elevado en la
Cruz ha hecho de la síntesis de nuestros males el principio de una vida nueva y eterna.
Al exaltar la Cruz de Cristo no estamos exaltando (deseando, buscando, alabando) el mal y el sufrimiento, sino que
estamos profesando nuestra fe en el Dios Padre, lleno de amor que se preocupa por sus hijos, y que ha tocado y
compartido nuestras penas realmente en la carne de Cristo. Estamos profesando que el amor del Dios no falla,
incluso sentimos la dentellada del dolor, de cualquier tipo que sea, pues podemos descubrir en él el rostro de Cristo.
Y estamos además comprometiéndonos a tomar sobre nosotros mismos nuestra cruz cotidiana, es decir, estamos
comprometiéndonos a amar, también cuando nos va mal, sin hacer de nuestras penas, de las injusticias que
padecemos o de las enfermedades que nos aquejan, excusas para no amar.
No es infrecuente que en situaciones de dificultad (una enfermedad, una situación social extrema, etc.) el ser
humano extraiga de sí sus mejores recursos, sus más nobles sentimientos, capacidades y valores que de otro modo
un hubieran emergido nunca. En situaciones depresivas de cruz el ser humano, a veces, muestra sus posibilidades
más altas. Existen múltiples ejemplos de estas “exaltaciones cotidianas” de la cruz, que gracias a que en ella Cristo
entregó su vida por todos, no se limitan a gestos que suscitan sólo admiración, sino que son sacramentos del amor,
de la salvación del sufrimiento, del pecado y de la muerte. Y los creyentes, que sabemos por la fe esta dinámica de
cruz y resurrección, de muerte y vida, tenemos la responsabilidad de vivir así, y de anunciar de palabra y obra que la
fuente de esta forma de vida es el Dios, autor y amigo de la vida, que en Cristo vive y sufre con nosotros.