SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS
Homilía del P. Abad Josep M. Soler
1 de noviembre de 2014
Ap 7, 2-4.9-14; 1Jn 3, 1-3; Mt 5, 1-12
" ¡La victoria es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero! ", grita
con voz potente la inmensa multitud de los santos que hoy celebramos. Glorifican al
Padre y a Jesucristo inmolado y resucitado -porque él es el Cordero al que hace
referencia el libro del Apocalipsis, en la primera lectura que hemos escuchado.
Glorifican al Padre y a Jesús, el Señor, movidos por el Espíritu Santo que les ha
llevado al conocimiento de la verdad completa (cf. Jn 16, 13). Hoy, hermanos y
hermanas, celebramos la inmensa multitud de los santos, hombres y mujeres, de
todas las edades, de todas las lenguas y culturas, de todas las condiciones sociales,
de todos los continentes. Son los que han vivido con amor el espíritu de las
bienaventuranzas, que constituyen la quintaesencia del Evangelio. Celebramos todos
los hombres y mujeres, conocidos o desconocidos, que ya disfrutan de la vida para
siempre en Dios.
" ¡La victoria es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero! ". Es del
todo justo que los santos glorifiquen a Jesucristo, el Cordero sacrificado en la cruz.
Porque han llegado a participar de la gloria de Dios por haber procurado vivir
intensamente el espíritu de las bienaventuranzas, aunque en algunos pueda haber
sido sólo al final de su vida o en la opción póstuma antes de entregar el último aliento.
Lo han podido hacer porque se han abierto a la fuerza de la gracia de Jesucristo,
capaz de transformar la oscuridad en luz, la debilidad humana en vigor espiritual, el
pecado en camino de santidad.
" ¡La victoria es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero! ". Dios
Padre, que ama todas las cosas que ha llamado a la existencia, ve siempre la
humanidad unida a Jesucristo, y a cada uno de sus miembros nos ha dado la vocación
de ser imagen del Hijo de Dios hecho hombre y de compartir la grandeza de su
filiación divina. Vino a ser uno más, hombre entre los hombres, para incorporar a él
toda la humanidad y salvarla. Los santos, todos los hombres y mujeres de Dios que
hoy veneramos, son los que han llevado a buen término esta vocación de convertirse
en semejantes a Jesucristo. Por ello, han vivido las bienaventuranzas, que, además de
ser el retrato espiritual de Cristo, son el camino de la plena realización humana. Son el
camino que lleva, a través del cargar con la propia cruz, a la alegría perfecta, según la
expresión de san Francisco (cf. Florecillas, 8), y encontrarse con Dios Padre. Las
bienaventuranzas marcan el camino de la humildad que lleva a la sencillez de espíritu,
a la compasión de corazón, a trabajar por la paz y para que la bondad y la justicia
vayan alcanzando la primacía en el mundo. Quien recorre este camino de las
bienaventuranzas, encuentra el consuelo del Espíritu Santo en los momentos de dolor,
en los momentos de incomprensión, de calumnia y de persecución. Y encuentra una
alegría inexpresable en los momentos de intensidad espiritual, que de una manera u
otra hace brotar en lo más íntimo de uno mismo el grito: " ¡La victoria es de nuestro
Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero! ".
Al contemplar hoy la gloria de los santos y el camino fundamental que han transitado
en las circunstancias más diversas, nos damos cuenta del riesgo que es querer vivir
para nosotros mismos con una vida cómoda y fácil, con una vida cerrada a las
necesidades de los demás, porque ese es un camino de infelicidad y aleja de Dios, por
decirlo con palabras de san Benito (cf. RB 72, 1). Y, en cambio, nos damos cuenta de
la alegría que nace en el propio interior si procuramos vivir el espíritu de las
bienaventuranzas, que es vivir para Jesucristo y como Jesucristo. Dada nuestra
debilidad y sujetos al pecado como todavía estamos, el Espíritu Santo viene a
ayudarnos a recorrer el camino de las bienaventuranzas, que conduce a la intimidad
con Jesucristo, que hace vivir un amor pacífico a la verdad, y el celo para buscar el
bien de los hermanos. Cada uno debe hacerlo desde su condición de vida, monjes,
sacerdotes, diáconos, religiosos, casados, solteros, viudos, intelectuales, trabajadores,
amas de casa, estudiantes, escolanes, etc. También los políticos y los servidores de lo
público, si lo hacen desinteresadamente y con voluntad de servicio, rehuyendo la
tentación fácil de aprovecharse del cargo y de caer en la corrupción. Todos tenemos
delante el camino segurísimo para llegar a la honestidad de vida, a la unión con Cristo,
a la santidad, a ser hijos de Dios en plenitud (cf. Rom 8, 14). Si nosotros procuramos
ser fieles a Jesucristo en esta vida, él también nos lo será ahora y nos llevará después
a la vida de la gloria (cf. 2 Tim 2, 13). Cuanto más nos dejemos impregnar por la
santidad, más avanzaremos en la caridad, en la paz y en la alegría. Por eso, ya ahora
nuestra vida debe ser, tanto en lo íntimo del corazón como en los actos, una alabanza
guiados por el Espíritu, porque "¡La victoria es de nuestro Dios, que está sentado en
el trono, y del Cordero!".
Los cristianos que todavía peregrinamos en la tierra, cuando dejamos que Jesucristo
transforme nuestro interior, nos sentimos atraídos hacia la gloria de Dios en donde
están los santos, nos sentimos atraídos porque Dios nos llama desde lo más íntimo de
nosotros mismos. Y saber la felicidad de la que gozan los santos, después de su
trabajo espiritual, nos conforta en nuestro combate de cada día para renovar
constantemente nuestro corazón y para transformar nuestro entorno según el espíritu
de las bienaventuranzas. Los santos son fruto de la victoria de Cristo y unidos a él
interceden por la Iglesia, por la humanidad. Una Iglesia que abarque la humanidad,
destinada a estar íntimamente unida a Jesucristo, como una esposa al esposo
enamorado hasta que él la pueda poner en manos del Padre sin mácula, toda santa y
gloriosa (Ef 5, 25-27).
La Eucaristía nos une a la multitud de los santos que hoy celebramos como corona de
Jesucristo, el primero de los cuales es Santa María, la Madre del Señor. Por ello,
uniendo nuestras voces a las de ellos gracias al Espíritu Santo, podemos cantar el
himno de la gloria de Dios: " ¡La victoria es de nuestro Dios, que está sentado en el
trono, y del Cordero! ", "Hosanna en el cielo".