DOMINGO TRIGÉSIMO DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO A
LECTURAS:
PRIMERA
Exodo 22, 21-27
No vejarás a viuda ni a huérfano. Si la vejas y clama a mí, no dejaré de oír su
clamor, se encenderá mi ira y los mataré a espada; sus mujeres quedarán viudas y
sus hijos huérfanos. Si prestas dinero a uno de mi pueblo, al pobre que habita
contigo, no serás con él un usurero; no le exigirás interés. Si tomas en prenda el
manto de tu prójimo, se lo devolverás al ponerse el sol, porque con él se abriga; es
el vestido de su cuerpo. ¿Sobre qué va a dormir, si no? Clamará a mí, y yo le oiré,
porque soy compasivo. No blasfemarás contra Dios, ni maldecirás al principal de tu
pueblo.
SEGUNDA
1 Tesalonicenses 1,5c-10
Saben cómo nos portamos entre ustedes en atención a ustedes. Por su parte, se
hicieron ustedes imitadores nuestros y del Señor, abrazando la Palabra con gozo del
Espíritu Santo en medio de muchas tribulaciones. De esta manera se han
convertido en modelo para todos los creyentes de Macedonia y de Acaya. Partiendo
de ustedes, en efecto, ha resonado la Palabra del Señor y su fe en Dios se ha
difundido no sólo en Macedonia y en Acaya, sino por todas partes, de manera que
nada nos queda por decir. Ellos mismos cuentan de nosotros cuál fue nuestra
entrada a ustedes, y cómo se convirtieron a Dios, tras haber abandonado los ídolos,
para servir a Dios vivo y verdadero, y esperar así a su Hijo Jesús que ha de venir
de los cielos, a quien resucitó de entre los muertos y que nos salva de la Cólera
venidera.
EVANGELIO
Mateo 22, 34-40
Mas los fariseos, al enterarse de que había tapado la boca a los saduceos, se
reunieron en grupo, y uno de ellos le preguntó con ánimo de ponerle a prueba:
"Maestro, ¿cuál es el mandamiento mayor de la Ley?" El le dijo: "Amarás al Señor,
tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el
mayor y el primer mandamiento. El segundo es semejante a éste: = Amarás a tu
prójimo como a ti mismo. = De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los
Profetas".
HOMILÍA:
Desde los primeros tiempos del Antiguo Testamento, el amor a Dios y al prójimo
estaban entrelazados. De ahí que el libro del Exodo, del que hoy se leen unos
párrafos, señale diversas normas que regulen el trato con los forasteros, las viudas,
los huérfanos y, en general, con los demás.
La Escritura recalca el cuidado que debemos tener con los más débiles y pobres,
pues son los que pasan más dificultades, de ahí que se nombren, específicamente,
a los huérfanos y las viudas, así como también a los forasteros. A ellos se puede
añadir los que tienen necesidad de pedir prestado, y hasta empeñar sus
pertenencias para conseguir algún dinero, lo mismo que los que no les queda más
remedio que mendigar.
No sólo no se puede abusar de ellos, sino que hay que tratar de ayudarles. Y el
Se￱or dice que si hacemos lo contrario, El “no dejará de oír su clamor”.
Los israelitas habían tenido una larga experiencia de exilio, así como verse
obligados a irse a otras tierras para poder sobrevivir. Sólo en Egipto pasaron
cuatrocientos treinta años, y había israelitas regados por todas partes, dado que en
muchas ocasiones se vieron sometidos a pueblos extraños que los oprimían.
Muchos se escapaban yéndose a otras tierras.
Si ellos, en general, pudieron sobrevivir en países lejanos, tenían la obligación de
comprender a aquellos que buscaban acomodo entre los israelitas. La Ley los
protegía, ya que, en definitiva, todos somos hijos de Dios y la tierra toda fue creada
para albergar a los seres humanos sin distinción de razas.
Es lógico que con el correr del tiempo los seres humanos se vieron obligados a
organizarse mejor, trazando límites a sus territorios y poniendo leyes que
permitieran un mejor cumplimiento de los deberes sociales.
Es legítimo que para emigrar se requiera de ciertas condiciones, pero es un derecho
de todo ser humano el poder trasladarse a otros sitios donde le resulte más fácil el
sobrevivir.
Aceptar leyes de inmigración no significa necesariamente discriminación, si los
gobiernos están dispuestos a conceder entrada a aquellos que lleguen a sus tierras
buscando una vida mejor. El que emigra debe estar dispuesto a aceptar las reglas
de convivencia y someterse a las leyes del lugar donde quiere asentarse.
Los delincuentes y criminales no pueden tener cabida entre la gente civilizada, pues
constituyen un verdadero peligro para la paz y la armonía de los pueblos.
Es cierto que, en algunos casos, los gobiernos cierran sus puertas a cal y canto
para que ningún extranjero pueda permanecer y trabajar. Pero hay también países
donde el extranjero es aceptado a condición que cumpla los requisitos que se le
exigen.
La Iglesia siempre ha defendido el derecho que todo ser humano tiene a la
emigraci￳n. Veamos, por ejemplo, este párrafo de la encíclica “Pacem in Terris”
(Paz en la tierra), del papa Juan XXIII:
“Entre los derechos de la persona humana debe contarse también el de que pueda
lícitamente cualquiera emigrar a la nación donde espere que podrá atender mejor a
sí mismo y a su familia. Por lo cual es un deber de las autoridades públicas admitir
a los extranjeros que llegan y, en cuanto lo permita el verdadero bien de su
comunidad, favorecer los propósitos de quienes pretenden incorporarse a ella como
nuevos miembros” ( nº 106).
Este derecho a la emigración se basa en el principio de que todos los seres
humanos tenemos derechos inalienables, por ser hijos de Dios, y entre ellos se
encuentra el emigrar.
Así lo afirma también la Declaración Universal de Derechos Humanos promulgada
por la Naciones Unidas en 1948. En su articulo 13 se lee:
"1. Toda persona tiene derecho a circular libremente y a elegir su residencia en el
territorio de un Estado".
"2. Toda persona tiene derecho a salir de cualquier país, incluso del propio, y a
regresar a su país".
Y es que si creemos que Dios es el Padre de todos, en modo alguno podríamos
pensar que hay unos que son más hijos que otros. La tierra la hizo Dios para todos
sus hijos.
Que las naciones regulen la inmigración es una cosa, pero que la prohíba es otra.
Lo primero es aceptable, pero en modo alguno podría serlo lo segundo.
Jesús, en el evangelio, afirma claramente el alcance de los mandamientos, que El
resume en dos: Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo.
Amar significa, en todo caso, hacer y desear el bien, sin hacer distinciones. Cuando
oprimimos o abusamos al prójimo estamos desconociendo la voluntad de Dios. Y
“pr￳jimo” en la mente del Se￱or es todo otro ser humano, sin excepciones.
La misma Declaración antes citada pone el fundamento de los derechos en el
mismo artículo primero:
"Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados
como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con
los otros".
Esto está de acuerdo con lo enseñado por el Divino Maestro. Quien no lo reconozca
estará actuando contra Dios.